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Abrió la boca por primera vez, una rabiosa boca gigante que tronó como el eco primigenio de la humanidad. Le dijeron que era varón, argentino, y que su ictericia se desvanecería bajo un chorro de sol. De adolescente recorrió manglares infestados de lagartos y trochas casi líquidas, y se convirtió en el primer traductor del balinés al kurdo. Harto de pensar en dos idiomas diminutos, se hizo catador de nieve, pero después de haber conseguido ver y saborear los cuarenta tonos que tiene el blanco, pegó un grito y se transformó en imitador de insignes muchachas pelirrojas que no fueran irlandesas. Consiguió tener una piel tan curtida como un pollo asado y así reírse de la ictericia, cambió su sexo por uno que pudo comprar, más aplastado y misterioso; pero jamás pudo dejar de ser argentino.
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