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  • Hay un Portugal cercano y, como sucede a menudo cuando las distancias son muy cortas, desconocido. Limítrofe con la raya española y determinado por las escaramuzas militares de las guerras de Restauración de la Independencia. Un Portugal rural, con sabor antiguo y talante roqueño y amurallado. Alejado de la exquisitez ornamental y constructiva lusa, pero no falto de encanto. En el que aún se contemplan mujeres y hombres que se desplazan en carretas, el pan se guisa en el horno comunal y las leyendas se entretejen con el aire seco de las montañas. El programa Aldeas Históricas de Portugal, puesto en marcha hace seis años con fondos europeos Feder, pretende resucitar este mundo rural, poniéndolo a salvo de la desertización a la que parecía abocado. Mediante la rehabilitación del tejido urbano y de determinados monumentos y la creación de una incipiente oferta turística, se procura alimentar la autoestima de quienes a menudo se han sentido fuera del tiempo y de la modernidad. Como sus responsables explican, se trata de obtener lugares 'no solamente visitables, sino también habitables'. Las 10 aldeas incluidas en el programa se sitúan en la región de Beiras, en el centro de Portugal. Entre ellas, Idanha-a-Velha, Monsanto, Sortelha y Almeida forman una ristra de poblaciones que se estira en paralelo a la frontera extremeña y salmantina, y que comienza en Castelo Branco, capital de la Beira Baja. Fuera de los accesos principales, tienen en común su antigua condición defensiva y su inserción en un paisaje agreste y ondulado, cincelado a base de roquedales, alcornoques, olivos y viñas. Cuando uno llega a Idanha-a-Velha, tiene la impresión de que nada se mueve en ella. Es el perfecto ejemplo de desertización humana. Sin embargo, sus cuatro casas, entre las que viven unos setenta habitantes, la mayoría ancianos, encierran la densidad de la historia y el misterio de la arqueología. Hoy se intentan resucitar los vestigios de este pueblo mostrando su pasado romano y visigodo. El edificio más representativo es la llamada catedral, una maciza iglesia de origen prerrománico. Se trata probablemente de un templo visigótico construido sobre uno suevo, acerca del que existen numerosas conjeturas por lo singular de su factura. Conserva un baptisterio visigótico y se cree también que se convirtió en mezquita, debido a la profusión de arcos polilobulados. El lugar está repleto de huesos humanos semienterrados y sepulturas antropomórficas cavadas en la roca. Laboratorio de arqueología Tanto la iglesia como los restos de muralla romana están siendo restaurados y excavados, lo que convierte a Idanha en un laboratorio en vivo de arqueología, con un centro puntero para especialistas. La parte etnográfica la pone un antiguo lagar de aceite, que se puede visitar, y el ambiente vecinal, el horno comunal de leña, en el que los lugareños cuecen pan, cabrito y dulces que reparten risueños entre los viajeros. A unos quince escasos kilómetros, Monsanto, el antiguo Mons Sanctus, aparece en mitad de la campiña, elevado sobre un promontorio a 758 metros de altitud. En los días luminosos se puede contemplar desde sus miradores toda una sucesión de sierras portuguesas y extremeñas: Estrella, Açor, Penha Garcia, Gardunha, Malcata, las sierras de Gata y de Plasencia. El paisaje, que se extiende a lo ancho de 160 grados, muestra un carácter áspero y hermoso, coronado de espinas graníticas. El pueblo se cobija entre un inconmensurable caos de peñas que se amontonan de forma casual, como si fueran el resultado de una hecatombe; el mito de Sísifo. Entre sus recovecos se insertan numerosas viviendas, que aprovechan los peñascos para sus techos y muros. En su interior, el silencio es sepulcral, y la temperatura, aquí muy extrema, se apacigua. El agua corre fresquísima entre las calles, y se ven hombres y mujeres viejos que se desplazan en burro cargando forraje, dispuestos a pegar la hebra con el forastero. Las gitanillas en flor y los malvaviscos adornan cada esquina. Lo mismo que Idanha, es un asentamiento antiguo que, tras ser conquistado a los árabes, fue entregado a la orden de los templarios, a quien se debe lo que queda del castillo. Junto a él aparecen los vestigios de la iglesia de San Miguel, con bella portada románica y tumbas antropomórficas cavadas en la piedra, que se empeñan, una vez más, en recordar al visitante que la vida son poco más que cuatro días. Los pastores merodean por allí con sus perrillos inquietos y la expresión impenetrable de quienes viven fuera de lo que pensamos. A unos kilómetros en dirección al norte, y siempre en línea con la frontera española, surge Sortelha. Aupada también ella a unos 700 metros, muestra un entramado típicamente medieval rodeado de gruesas murallas circulares dotadas de torreones y perfectamente conservadas. Su nombre procede al parecer de sortija, nombre castellano de un juego de caballeros que consistía en introducir la punta de una lanza a través de un anillo de pedrería de elevado valor simbólico. Cestería espiral Pese a lo pequeño de su tamaño, aquí se aprecia más la impronta del turismo. Restaurantes y bares, casas rurales y tiendas de artesanía revigorizan el pueblo. Las calles están meticulosamente empedradas, las casas gastan ventanas de guillotina, y hay bancos, terrazas y fuentes aprovechando las lanchas de granito para el asueto de los visitantes. La cestería local se elabora con una técnica muy arcaica de tejido en espiral, similar a los balayos canarios y a los antiguos escriños zamoranos. Mientras que uno de los instrumentos tradicionales, los adafes, recuerdan el origen árabe del pueblo. Dicen que París es una extensión de Portugal. Pero algunos inmigrantes acaban volviendo a su tierra e insuflan aires nuevos. Eso les ha sucedido a los propietarios del bar Campanario, con agradable y muy frecuentada terraza, flores y una dilatada vista sobre la campiña. Queda Almeida, la más alejada y también la más monumental y populosa, aunque apenas alberga 1.500 habitantes. Dista sólo siete kilómetros de la frontera española, mirando de frente a Ciudad Rodrigo, en Salamanca. Aunque de fundación medieval, lo primero que salta a la vista es la espesa muralla del siglo XVII que defendió a la villa de las tropas castellanas y, más tarde, napoleónicas. Todo un hito de la ingeniería militar. Tiene forma de estrella dotada de seis brazos con otros tantos baluartes. De sus siete kilómetros de largo, una buena parte está enterrada y cubierta de tierra y vegetación para evitar el impacto de la artillería. Dicen que en el amplio foso que la rodea, los soldados no solamente se protegían, sino que también cultivaban sus propias hortalizas. En la actualidad se están recuperando los antiguos establos para fomentar la actividad hípica en la zona. Almeida, por lo demás, es una villa elegante, con una simetría y espaciosidad muy dieciochescas. De entre sus fachadas blancas y pulcras destacan el palacio de Vedoria, la casa de Roda y la parroquia, del siglo XVI, que perteneció a un convento de franciscanas. Además ofrece un bonito y fragante parque y una taberna centenaria llena de sabor y de feligreses que apuran un vinito a media tarde. En la más pura tradición ibérica, sus calles están repletas de bares y terrazas, que hacen de ella un lugar lleno de animación local.
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  • Ruta por los pueblos que jalonan la frontera con España
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  • Aires de otro tiempo en Portugal
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