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  • Cuando un masai muere, su cuerpo se abandona en el bosque. Si al día siguiente todavía permanece intacto, los miembros de su poblado o manyatta sacrifican una cabra y riegan con su sangre el cadáver para así incitar a las fieras a que se coman los despojos. No creen en el más allá, y acaso ésta sea su forma de permanecer aferrados a una tierra de la que forman parte indisoluble. Los hombres de rojo, pues tal es el color que predomina en sus ropas, son uno de los referentes de la inacabable sabana en la que se asientan los dos parques naturales carismáticos de Kenia: el Masai Mara y el Amboseli. Ambos se encuentran en el Sur, en la frontera con Tanzania, y mientras el primero es conocido, sobre todo, por las migraciones de las grandes manadas de herbívoros y por la gran concentración de leopardos, leones y guepardos, el segundo atrae como un imán por la posibilidad de contemplar el Kilimanjaro, la montaña más alta de África. Empequeñece ver cómo surge de las entrañas de una llanura sin fin una mole de 5.896 metros de altura que, pese a encontrarse a unos 50 kilómetros de distancia, ya en Tanzania, parece tan próxima que podría tocarse con la mano. El Masai Mara es una meca para quienes viajan a África. Esa vida salvaje tantas veces contemplada en el cine y la televisión se hace real en un interminable plano horizontal. Es el último documental, pero visto en directo. Una obra que puede ser maestra si se tiene la fortuna de presenciar la migración anual de ñúes y cebras. Sobre diciembre, dependiendo de la temporada de lluvias, cientos de miles de herbívoros se ponen en camino hacia el parque tanzano del Serengeti para no regresar hasta el mes de junio. Un viaje largo y penoso, casi litúrgico. Su último obstáculo, la frontera del río Mara, guardada por una legión de cocodrilos, exige para ser franqueado un elevado sacrificio de víctimas. Cincuenta etniasKenia ofrece emociones a manos llenas. Su pluralidad le permite ser generosa, escapar de los tópicos. No es sólo el país de los guerreros masais, ahora reconvertidos a un pastoreo que el dinero del turismo amenaza con hacer sedentario. Cerca de 50 etnias diferentes, entre las que predominan los kikuyu y los luo, suman 26 millones de habitantes. Una multiplicidad de razas que viene a dar fe de que el hombre procede de estas tierras, tal y como atestiguan los restos arqueológicos aquí encontrados de los primeros homínidos que poblaron el mundo. La diversidad también es geográfica. En sus más de 580.000 kilómetros cuadrados de superficie, las áridas sabanas, en las que conviven hierbas frágiles con agresivos arbustos espinosos, dan paso a fértiles valles verdes con plantaciones de plátanos, maracuyás, tabaco, café o té. Una superficie monocromática de suaves formas que se rompe con la aparición súbita de una campiña típicamente victoriana. Es el reducto británico de Kenia. Un pedazo del país que se mantuvo al margen del proceso de independencia. Inmensas extensiones de cereal se mecen a sus anchas en la altiplanicie sin enfrentarse a más obstáculos que la aleatoria presencia de robustas euforbiáceas. Esta planta leñosa emparentada con los cactus, que puede alcanzar la altura de un árbol, es un ejemplo más del juego de las compensaciones de la naturaleza. Recoge sus múltiples brazos en torno a la copa dibujando la silueta de un candelabro gigantesco, y a pesar de su aspecto es una planta peligrosa cuya savia puede provocar la ceguera si entra en contacto con los ojos. La mutación del paisaje continúa a pocos kilómetros de distancia de la campiña, en dirección norte, cuando aparecen las cumbres nevadas del monte Kenia (5.199 metros de altitud). En sus faldas crece un exuberante bosque tropical con árboles cuyos troncos se miden por metros. Aquí se ubica el parque nacional de los Aberdares. Un reducido número de pequeños hoteles ofrece, además de cama y comida, la posibilidad de contemplar el comportamiento nocturno de los animales. Una charca tenuemente iluminada actúa de reclamo. El viajero, envuelto en una manta y sentado en la terraza de su habitación, tiene la oportunidad de ver, oír e intuir lo que está pasando a su alrededor. En un instante, la visión sosegada y casi monótona de pequeños grupos de gacelas, antílopes de agua o algún elefante bebiendo se transforma en un frenesí convulso producido por la aparición de una hiena o el sonido de un rugido que emana de la espesura del bosque. Un juego de sensaciones en el que la fantasía es el ingrediente principal. Siete lagosMás al norte de los Aberdares, en este recorrido por la espina dorsal del país, está el desierto del Chabli y el lago salino de Turkana, que se adentra en Etiopía. Este lago forma parte del valle del Rift, que recorre Kenia de Norte a Sur, y es el primero de una cadena de siete en los que se concentra -especialmente en el Nakuru- una de las mayores poblaciones de flamencos de todo el mundo. Tal es la densidad de ejemplares que llegan literalmente a teñirse de rosa grandes extensiones de la superficie del agua. La falla del Rift es una inmensa cicatriz de origen tectónico de más de 8.000 kilómetros que, procedente de Turquía, cruza África desde Etiopía hasta Mozambique, pasando por las cataratas Victoria en Zimbabue. Un pliegue que amenaza con desgajar esa zona del continente. En Kenia, sin embargo, no es la única línea divisoria que existe. El Ecuador parte el país en dos mitades de forma imperceptible, si no fuera porque el efecto de la equidistancia con los polos terrestres las ha condenado a girar eternamente en sentido contrario. Pero para el viajero Kenia es sobre todo un gigantesco zoológico en el que las reglas están invertidas. Los animales, aun confinados, vagan libres por extensiones que parecen no tener fin. El visitante, si quiere contemplarlos, debe hacerlo enjaulado en automóviles. Un ritual que muchas veces se antoja superfluo, en el que todo parece pactado, carente de la emoción que entraña la vida salvaje que, según la imaginación, ha de acompañar a todo conquistador o aventurero. Sin embargo, todo cambia en un instante al contemplar la sonrisa del niño que nos acompaña o ese golpe de adrenalina que sacude al adulto al descubrir encaramado en una acacia a un espléndido leopardo. Ver cómo desciende del árbol y de un portentoso salto se escabulle en la maleza anula la sensación de estar en un zoológico y hace que la vida salvaje se imponga sin matices. Es una simple escena, pero el viajero al final habrá atesorado muchas y dudará en elegir su preferida, aquella que promete ser perenne. Acaso no sea la de ningún animal, sino la de una puesta de sol.
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  • En los parques del sur de Kenia la vida animal seduce y asombra
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  • El zoo con vistas al Kilimanjaro
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