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Así que sus buenas notas le abrieron las puertas de Londres. Sí. Yo tenía 16 años y les pedí a mis padres ese viaje como premio. Era un niño comodón, que no había salido nunca del cascarón. Pero me sentía mayor y preparado para viajar por el mundo. Me da la impresión de que su salida no fue gloriosa. Y tanto. Nada más llegar al bed & breakfast me encuentro en una habitación compartida con 10 obreros de la construcción que de madrugada montaron una pelea bestial. Yo estaba aterrorizado debajo de mi edredón, pensando dónde me había metido. Al día siguiente llamé a mi madre diciéndole que quería volver. Pero no terminó ahí su viaje... No, porque mis padres se negaron, y yo empecé a disfrutar de Londres, a pesar de que apenas sabía inglés. Hice mi recorrido de guiri por los museos y me impresionó la Torre de Londres. ¿Por su majestuosidad, por las joyas de la corona? Porque el jardín contiguo estaba lleno de cuervos negros, como en los cuentos. Y luego ese olor tan peculiar de la ciudad, entre húmedo y dulzón, me hizo pensar en mis Canarias, aunque nada tiene que ver. Bueno, son islas, pero las Canarias no tienen esas nieblas... Ni ese museo de cera que me dejó helado, el Madame Tussaud. Inquietante, con esa señora dormida a la entrada, como un cadáver. Ya apuntaba maneras de director. Por lo cinematográfico de sus impresiones, digo. No sé... También me ocurrieron cosas absurdas, como que estuve compartiendo cuarto con dos chicos que hablaban en un idioma que me sonaba, pero no entendía. Al final descubrí que eran catalanes. La noche que salí con ellos me fumé mi primer porro de maría. Por supuesto, me cogí un gran cebollón.