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  • AL LLEGAR a Yekaterimburgo, capital de los Urales, brillaba un sol inmenso, impropio de la imagen que se tiene de Rusia. Ésta fue una ciudad de mineros en el siglo XVIII; por eso, el museo principal exhibe su enorme riqueza en minerales. Como en muchas otras ciudades rusas, los viejos símbolos de la época soviética conviven con almacenes y tiendas abiertos recientemente. La gente de la ciudad es muy amable, te acogen y al mismo tiempo te miran con curiosidad porque no llegan muchos extranjeros a esta región. Donde sí encontré turistas fue en mi siguiente parada: Moscú, la capital de Rusia. Una ciudad en la misma proporción que el resto del país: demasiado grande, con demasiadas visitas que hacer entre avenidas tan largas que se pierden de vista; tesoros expuestos en museos como la Galería Tretiakov o el Pushkin; casas de escritores; calles que rezuman sabores de antaño (como la comercial Arbat), y el conjunto del Kremlin. Disfruté mucho del paseo nocturno por la Bella Plaza, nombre original de la plaza Roja. La crucé caminando hacia las cúpulas de San Basilio, dejando atrás el edificio de color burdeos del Museo Ruso. A un lado, el muro del Kremlin, delante del cual se encuentra el mausoleo de Lenin; al otro lado, los almacenes GUM (Tiendas Estatales Universales), reconvertidos en la nueva Rusia en un centro comercial de lujo. De allí viajé en tren a San Petersburgo. Da la sensación de que la ciudad ha conservado peor el patrimonio histórico, pero no por ello deja de deslumbrar la interminable sucesión de palacios que jalonan el río Neva y los canales de la ciudad. En Nevski Prospekt me detuve a saludar a la estatua de Pushkin, que desde las alturas de un pedestal lleva recitando versos durante generaciones. En el Museo del Ermitage me dejé los pies recorriendo una sala tras otra: la antigua residencia de invierno de Catalina II es una de las mayores pinacotecas de Europa. Al contrario que Moscú, San Petersburgo miró a Europa a la hora de construir sus palacios de estilo clásico y barroco, el favorito de Catalina II. Para ver su tumba hay que cruzar el Neva por uno de sus numerosos puentes levadizos hasta llegar a la fortaleza de Pedro y Pablo, donde están enterrados la mayoría de los Romanov. Para terminar, volví a Yekaterimburgo para despedirme de los amigos que habían hecho posible mi viaje. Allí visité una pequeña capilla que conmemora la muerte del zar Nicolás II, asesinado en esta ciudad. Cruel y déspota para algunos, ha sido elevado a mártir por quienes le rezan como a cualquier santo.
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  • Sombras de otras épocas
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