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  • Si hay una isla poco domesticada ésa es La Gomera. Incluso los aborígenes aquí se mostraron especialmente combativos contra los colonos castellanos. Según el historiador Viera y Clavijo, fueron los que 'sin arrojar un dardo rindieron a Juan de Bethencourt y los que hicieron más cara su conquista, más difícil su obediencia y más sangrienta su sumisión'. De silueta redonda, sólo alcanza los 25 kilómetros de diámetro y, sin embargo, supera los 1.400 metros de altitud en el alto de Garajonay. Pero lo que la hace singular es su relieve: está partida en porciones, como si fuera un queso. El edificio volcánico sobre la que se sustenta no ha conocido erupciones desde hace unos dos millones de años, lo cual ha favorecido su profunda erosión y la formación de barrancos que se abren de forma radial desde la cumbre. Así, las dificultades para salvar el terreno han favorecido la conservación de su modo de vida y de una naturaleza poco domeñada. Aquí, el tiempo parece tener la cualidad de dilatarse. Transcurre despacio, muy despacio. O muy deprisa, según se mire. Como si pocas cosas viniesen a alterar su paso. A pesar de que la isla fue conquistada en el siglo XV, todavía resuenan ecos prehispánicos en las tradiciones musicales y artesanales, en la toponimia, en la magia del bosque sumido en la niebla y la leyenda. Todavía se recuerdan las gestas de los guerreros aborígenes como si hubiesen sucedido ayer. 'Los antiguos gomeros fueron hombres grandes, forzudos, ágiles, guerreros, poco cuidadosos en sus trajes, idólatras...', según describió Leonardo Torriani, nacido en 1560. Convertida la isla en señorío en tiempos de Hernán Peraza, El Joven, la población inició una insurrección que acabaría de forma violenta con su vida y su crueldad. Hautacuperche le sorprendió en pleno amorío con una bella aborigen en la cueva de Guadehun y le dio muerte. Aún cada mes de noviembre se deposita un ramo de palma para conmemorar el suceso. En La Gomera no hay grandes edificios que marquen el transcurso de los siglos ni la presencia de condes y señores. Es la naturaleza el más portentoso de los monumentos. Las 17 áreas protegidas lo avalan, aunque la presión urbanística y la impronta del turismo, por muy rural que sea, pueden acabar alterándolas. Al fin y al cabo, una isla tiene sus limitaciones. El corazón está formado por el parque nacional de Garajonay, que cubre el 10% de la superficie insular. Se trata de una selva pluvial relicta, la laurisilva, formada de lauráceas propias del terciario, que sobrevive gracias a los vientos alisios, que se tropiezan con las paredes de los riscos a partir de los 500 metros, creando lo que se conoce como lluvia horizontal. Por ello, sumergirse en el bosque de Garajonay, con la perspectiva desdibujada por la espesura de los árboles, los helechos y la humedad, es como introducirse en un santuario. Solamente acompaña el sonido mineral del agua y el arrullo imperceptible de los habitantes de la niebla. Las palomas turqué y rabiche son dos joyas ornitológicas muy tímidas y amenazadas, que se revelan sólo a quienes están a la escucha. La niebla cala, y la magia, también. Dicen los antiguos que los sábados por la noche se reunían las brujas en la laguna Grande para hacer conjuros. Sus almas vagan aún por el lugar y se encargan de despistar a los caminantes poco precavidos. Edificio volcánico Pero no sólo de seres vivos está hecha la naturaleza gomera. Las expresiones geológicas son abundantes. Diques, pitones y acantilados forman una galería de monumentos basálticos que muestran el edificio volcánico al desnudo. En las inmediaciones del parque, a menudo rodeados de un mar de nubes que acrecienta su magnetismo, surgen los roques de La Zarcita, Ojila y Agando como monolitos extraterrestres. Y el acantilado de Los Órganos, solamente accesible por mar, muestra tubos de hasta 80 metros de una rectitud implacable, entre los que retumban las olas y el viento. Aún así, La Gomera no sería tan hermosa sin la huella de sus habitantes. Porque también ellos crean belleza con lo que la naturaleza les provee. Es el arte de la necesidad. De las cosas funcionales y sencillas. Así, las difíciles condiciones de vida del pasado les obligaron a arañar terreno cultivable a los barrancos, creando todo un sistema de bancales con muros de piedra seca que son un hito de la ingeniería popular, y todavía se pueden contemplar en Hermigua, Valle de Gran Rey y Vallehermoso. La artesanía es otra de las riquezas insulares. En el caserío de El Cercado, María y Rufina levantan piezas de barro sin torno al modo prehispánico. Braseros, gánigos, tallas de agua y tarros de ordeño salen de sus manos, aunque, eso sí, con tamaños algo inferiores a los tradicionales. Otras producciones características son las alimentarias: vinos blancos con toda la contundencia aromática de la variedad forastera blanca, y unos excelentes quesos de cabra, ahumados con sarmientos, leña de brezo y hasta cáscaras de almendra. La palmera canaria es otro de los recursos de los isleños, tan acostumbrados a apurar la imaginación que la emplean tanto para los tejidos vegetales como en la obtención del guarapo, o miel de palma. Y aunque en vías de desaparición, aún persisten tradiciones tan singulares como el uso de la pértiga, o astia, que usaban los hombres para salvar el terreno lanzándose al vacío, o el arte del silbo, mediante el que se comunicaban en la distancia. Para expresar sus emociones, todavía ejecutan el baile del tambor, uno de los más arcaicos de Canarias, con cierta carga ancestral, ceremonial y pesarosa, como la que cobra casi todo en esta isla.
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  • Barrancos, laurisilva y lluvia horizontal en la fascinante isla canaria
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  • El espíritu indómito de La Gomera
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