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  • Quiero beber, cantar burradas...', exclamó el poeta Manuel Bandeira en un carnaval de los años veinte. Estaba tuberculoso y pensaba que iba a morir pronto, pero llegó a los 80 y, junto a Carlos Drummond de Andrade, fue una de las figuras más expresivas de la poesía latinoamericana del siglo XX. En la actualidad, raros son los tuberculosos y escasos los poetas en el mercado brasileño. Para beber y cantar burradas, a nadie le hace falta una fecha concreta en el calendario. Ni acontecimientos patrocinados por los fabricantes de cerveza o por las agencias de viaje. Uno tiene todo el año para eso. El carnaval de Río de Janeiro es un pleonasmo en la vida de su principal habitante, el carioca. La fiesta existe y resiste, incorporando de tanto en cuanto nuevos elementos, absorbiendo antítesis y, sobre todo, promoviendo formidables síntesis. Es más o menos como Brasil: cuanto más cambia, más sigue siendo él mismo. Existe un dicho francés que afirma exactamente eso. Por sus panorámicas, la ciudad puede ser considerada la más bella del mundo. Pero si uno se fija en los detalles, si cierra el objetivo de la cámara, la visión es distinta: Río es caótica y, como toda ciudad superpoblada, también violenta y sucia. Según un viajero español que nos visitó hace tiempo, al crear el mundo, Dios perdió aquí la cabeza e hizo 'tonterías' con las montañas y el mar. Y para dividir mejor los barrios y las calles, plantó la única selva urbana existente en la Tierra, el Bosque de Tijuca. Los hombres que llegaron después, principalmente portugueses y franceses, arrasaron el paisaje, pero el escenario primitivo siguió siendo maravilloso, de ahí que Río adoptase como himno oficial la marcha carnavalesca que lo considera 'ciudad maravillosa, llena de encantos mil'. A pesar de su ritmo danzarín, se toca en ceremonias solemnes y religiosas y, llegado el caso, en velatorios de personalidades locales. Y si bien Río merece la maravilla que es y que tiene, el carnaval que precede a la cuaresma no deja de ser la explosión de la maravillosa alegría de un pueblo que no siempre es alegre. Pero basta el sonido de un pandero, el redoble de un tamboril y el cuerpo escultural de una mulata para que se considere el más feliz del mundo. Al principio, el carnaval era una fiesta de una brutalidad ingenua, donde se arrojaban jofainas de agua sobre la cabeza de los paseantes, con ruidos y fantasías grotescas, borracheras que empezaban en pelea y terminaban en confraternización. O al revés. Con el tiempo, las aguas sucias de las jofainas comenzaron a ser perfumadas con esencias de rosas, clavo y sándalo, hasta que fueron reducidas a vaporizadores que la policía prohibió, porque los más osados descubrieron el éter de los lanzaperfumes y preferían inhalarlo a arrojarlo sobre la carne desnuda de las mujeres, que no necesitaban ese refuerzo para ser deseadas. Ocurrían en él tantas cosas que la fama del carnaval carioca pasó a ser una atracción turística. Se rifan las plazas en los aviones, y en el muelle de la plaza de Mauá, enormes cisnes blancos, navíos inmensos de diversas procedencias, traen a miles de extranjeros dispuestos a no creer lo que verán durante los días siguientes. En el pasado, la fiesta todavía conservaba la tradición de las saturnales romanas, aderezada con los personajes de la Comedia del Arte: Pierrot con el rostro blanco, bañado de luz de luna; la Colombina oblicua y disimulada, y el Arlequín servidor de todos los amos. Fue la época romántica del carnaval, la nostalgia de los negros llegados de África para trabajar en los cañaverales de América y que utilizaban pelucas empolvadas, se vestían de reyes y princesas para vivir tres noches de desenfreno y, como dice el poeta, para que todo acabase el miércoles de ceniza. El ritmo que agita las caderas Sin embargo, la sensualidad del trópico fue más poderosa y, con el tiempo, ellos enseñaron a los blancos el ritmo que agitaba las caderas y hacía que la piel brillase de sudor y alegría. El ritmo de samba marcado por los panderos, cuicas y tamboriles hizo el resto: el carnaval dejó de ser una fiesta cualquiera y se convirtió en un acontecimiento social. Y al ser social, el Estado se entrometió y estableció unas reglas, al principio de forma y más tarde de contenido. Hasta los años cincuenta había libertad para las fantasías y las travesuras. Personaje mitológico, el dios Momo era el rey de la fiesta, y en el balcón del Ayuntamiento, delante del pueblo, el alcalde de Río le entregaba las llaves de la ciudad en una ceremonia oficial. Y era el rey Momo, primero y único, quien abría los desfiles, rotundo y licencioso, llevando tras de sí un séquito de princesas y esclavas que luego se dispersaban por las calles y provocaban el delirio general. Ahora, las autoridades civiles están más presentes que el soberano de la fiesta y se disputan el espacio democrático y la visibilidad republicana con el mitológico monarca de los festejos que trascendía su carácter alegórico y se convertía en una presencia rolliza en los bailes, los desfiles y las apoteosis. Hoy día es más fácil encontrar al alcalde, al gobernador o al presidente de la República en el desfile de las escuelas de samba que al rey sudoroso e interino, que no es más que un logotipo de la fiesta. Desaparecieron las bolas de olor, las jeringuillas y las jofainas de agua, los arranques de inesperada brutalidad. En compensación, también desapareció el sabroso mal gusto pretérito y se cambiaron los acordes de la marcha triunfal de Aida que precedía a las comitivas de las llamadas 'Grandes sociedades' (Fenianos, Democráticos, Tenientes del Diablo o Pierrots de la Caverna) por la monotonía de una erudición impuesta desde arriba hacia abajo. Salomé sin los siete velos En las carrozas alegóricas de los años treinta no faltaba la cabeza cortada de san Juan Bautista mientras era bendecida por una Salomé despojada de sus siete velos porque ya estaba desnuda. Cleopatra se entregaba a los brazos de Marco Antonio, un sujeto corpulento que en la vida civil era competidor de lucha libre en un cuadrilátero de la avenida de Passos. Y no podía faltar la bíblica cena del paraíso terrestre: Eva tentando con la manzana a Adán con una cobra de verdad enroscada en una palmera ascendida de forma apresurada a árbol del bien y del mal. La historia y la leyenda siempre fueron en sí mismas carnavalescas. La fiesta dejó de ser paleta, violenta e ingenua, y pasó a ser cosmopolita, vestida con lentejuelas y dorados, productos de exportación. Fotógrafos y cineastas internacionales reciben del Departamento de Turismo un chaleco rojo que les da derecho a la ubicuidad física y a la curiosidad profesional. Resulta asombroso ver a uno de estos profesionales con las credenciales colgadas del cuello, pasaportes complicados que dan derecho a todo: pueden salir del sambódromo de Río y entrar directamente en los aposentos del Papa, en el Despacho Oval de la Casa Blanca o en las entrañas más secretas del Pentágono. Y están los gay, que merecen ser vistos, discutidos y apreciados. El travestido es un iceberg al revés. Como todos sabemos, el iceberg tan sólo muestra un tercio de la masa helada, mientras que los dos tercios restantes permanecen sumergidos. El travestido es un iceberg de cabeza para abajo: dos tercios figuran por encima suyo. Son los penachos, las alegorías, los esplendores, en definitiva, la pompa y la gloria que garantizan a los chavales una fotografía en la prensa y una breve aparición en la televisión y que, cuando hacen bien las cosas, corren y espantan a la gente. Sin ellos, el carnaval sólo sería un lujoso almacén de carne desnuda. Como los poemas herméticos y los aparatos electrónicos de alta tecnología, las fantasías de los travestidos necesitan un manual de instrucciones para ser descifradas y debidamente apreciadas. Pero nadie pierde el tiempo en tratar de entender las alegorías, si ese gay es Elena de Troya o el Pájaro Mágico del Bosque Encantado. Todo es lo mismo, la alegría es urgente porque, como ordena una samba célebre, 'el doctor ordenó a todo el mundo bailar samba'. Durante la última noche, con un regusto de melancolía en la voz, en medio de un clima de fin de fiesta, todos cantan 'sólo existe el hoy, no hay mañana'. En Brasil, cuando se habla de la edad de una persona, en vez de decir que fulano tiene 50 años de vida, se dice que tiene '50 carnavales'. No se dice 50 navidades, ni 50 sábados de gloria, que también son fiestas anuales. Ignoro lo que esto puede significar, si es que significa algo. De todos modos, el carnaval es para el carioca un momento que marca el tiempo, idus de marzo de una conjura popular, una especie de nacimiento de Cristo, de hégira musulmana, de toma de la Bastilla. Con tanta risa, tanta alegría, la gran fiesta colectiva define un espacio, determina un tiempo. En el vértigo colorido de las fantasías, en el sonido alucinado de las percusiones, tomamos conciencia de que somos mil payasos en medio de un salón maravilloso donde, como quería el poeta, podemos beber y cantar burradas con la lucidez de la alegría.
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  • La sensualidad del trópico se desborda en la capital carioca
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  • Fiebre de carnaval en las calles de Río
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