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  • El viaje tenía por objetivo la comarca de La Vera, y estaría jalonado de placeres por los regalos que el trayecto le hacía a la vista y al espíritu. Para un extranjero como yo fue algo sencillamente fascinante. La carretera va bordeando la vertiente sur del Sistema Central, que en la provincia de Madrid se llama sierra de Guadarrama; en la de Ávila, Gredos; en la de Salamanca, Gata, y, por último, en Portugal muere como Serra da Estrêla. El ruinoso castillo de la Condesa Triste, en plena calle principal, nos dice que ya estamos en Arenas de San Pedro y que los picachos que vemos, aún no muy elevados, pertenecen ya a Gredos, de donde se desprende el río Arenal, que lame piedras tan grandes y pulidas como 'huevos de dinosaurio', según les parecieron a los pobladores de Macondo en Cien años de soledad. Nos hubiera gustado cruzarlo, pero el puente que une la orilla del merendero con la otra advierte que es propiedad privada y no se tolera el paso. Un can al que sólo falta la terminación cerbero para igualar al cuidador de Dite hace efectiva la prohibición. Cuando descubrimos el otro puente, muchísimo más bello, de viejas piedras musgosas y altivo arco romano -que sí permite el traslado-, ya estamos de nuevo en el autocar, camino de la Vera de Cáceres, y no nos queda sino mirarlo por las ventanillas. Pitas y chumberas Empiezan a aparecer poblaciones que tienen nombres variados, pero indefectiblemente un mismo apellido como para no dejar dudas de su consanguinidad: Villanueva de la Vera, Madrigal de la Vera, Valverde de la Vera, Jarandilla de la Vera. Se nos ha dicho que debido a que la sierra obra como un paredón que entorpece los fríos vientos del Norte, en esta lengua de tierra que está entre el valle del Tiétar y la meseta el clima es subtropical, y, en efecto, las pitas y chumberas (nopales para los centroamericanos y mexicanos) que escoltan la carretera, así como las palmas podadas que se erigen a la entrada de Candeleda antes de que se alce sobre una roca la escultura a la cabra montés hispánica, y los naranjos y limoneros cargados de frutos, confirman que ciertamente debe ser así, que por alguna misteriosa razón hemos bajado a los tibios trópicos. Candeleda merece que caminemos por sus calles, ya que, aunque sólo está en la ladera de Gredos, tiene todos los atisbos de un poblado de montaña: casas de dos y hasta tres plantas, pero no muy altas, con estructuras de madera que aprisionan sus piedras colocadas unas sobre otras o tramadas con adobe; balconadas de madera que sobresalen de las fachadas y que parecen formar como un puente encima de las estrechas calles. La campana de la iglesia parecía estar llamando a misa. Era fría y espaciosa como un almacén de piedras, la iglesia. La bóveda del altar era gótica. En los gastados bancos, sólo unas pocas mujeres, ya viejas y enlutadas; pero no, doblaban por un muerto. Lo supimos luego de un recorrido por sus callejas, de beber el agua fresca y purísima de sus fuentes, cuando volvimos a la explanada de la parroquia. Del templo sacaron un ataúd y lo pusieron sobre una mesa. El cura dijo una oración y espontáneamente se formó una cola para darle el pésame a los deudos, ubicados junto al féretro y con cara de circunstancias. Se me antojó que, a pesar de su pena, eran protagonistas de un acontecimiento social. Tal vez los casados recordarían sus bodas. Pero ahora no había más que hombres, como si voluntaria o forzosamente las mujeres se hubieran excluido. Sin embargo, una mujer apartada nos deslizó que el muerto era un cabrero que se había suicidado, y por eso la ceremonia funeraria se celebraba fuera de la iglesia. La picota de Zúñiga Cuando descendimos en Valverde, ya el trópico se había borrado de nuestras mentes, y nos sorprendió que su antiguo castillo fuera ahora el cementerio, y el lugar más notable del pueblo, la picota de Zúñiga, donde en tiempos inquisitoriales ataban a los réprobos y los azotaban, ya como castigo, ya como un sádico exorcismo con los posesos. Sus veredas (como llamó un argentino a las calles), con canales en el centro por donde corre el agua, sus viviendas, sus fuentes son igual de pintorescamente bellas a las de Villanueva. En un mesón bebemos vino de tinaja mientras un comarcano nos explica que el pueblo vive principalmente del tabaco que siembran. Evidentemente tiene que existir un microclima para que esta planta que los conquistadores vieron por primera vez en las Antillas se dé aquí. Y si en Villanueva, Pero-Palo (un bandido que alguna vez se llamó Pedro Pablo, y que indistintamente fue moro, judío o gitano) acaba sus días en el fuego de las carnestolendas, en Valverde una anciana nos asegura que 'la Semana Santa es especial', pues se festeja la procesión del Empalado. En realidad es más bien un encordado, ya que el torso y los brazos le son ceñidos con cuerdas. Las vueltas hay que hacerlas con mucho cuidado; si no, el cáñamo presionará la carne del penitente, produciéndole cardenales y llagas que pueden sangrar. Para remedar la crucifixión le atan los brazos a un madero. De aquí seguramente la designación de empalado. La anciana nos dice que un hijo suyo cumplió esa manda y que 'salió en los periódicos'. En Jarandilla comimos en un mesón que se llamaba La Puta Parió. El arriero que nos lo recomendó lo dijo como si tal cosa, y el nombre rotulaba la puerta del establecimiento y estaba inscrito hasta en las jarras en las que nos sirvieron el vino. En fin, que la parición de la puta se multiplicaba. En la actualidad, el castillo de Jarandilla es un parador, pero a mediados del siglo XVI se alojó allí Carlos V mientras terminaban el palacio que se mandó construir en el monasterio de Yuste. En verdad no es un palacio, sino tan sólo una mansión (y nada ostentosa, por cierto), el lugar donde el emperador en cuyos dominios no se ponía el sol pasó los últimos 18 meses de su vida. Escasas son sus habitaciones: el despacho, el dormitorio, el comedor... Lo más llamativo son los cortinajes negros que enlutan los aposentos, luto por la muerte de su madre, Juana la Loca. Dicen que fue fabricado a semejanza del castillo de Gante, donde naciera. En el cercano poblado de Cuacos vivía un niño de unos once años que solía visitarle y por quien el emperador sentía una especial simpatía. Respondía al apelativo de Jeromín, y el afecto del poderoso monarca era comprensible, pues se trataba de un hijo bastardo suyo que con el tiempo sería conocido como Juan de Austria. También le visitó una vez en su retiro su sucesor, mas Felipe II le despertaba poco apego al soberano teutón. No obstante, esta única visita a su padre debió de impresionar al nuevo rey, pues cuando hizo construir El Escorial la parte destinada a vivienda fue remedo de la de Yuste. La misma sobriedad (el lecho de Carlos V y el de Felipe II parecen calcados, igual silla con pernera para la gota que los dos padecieron), la tétrica preferencia por el negro, incluso la ventana que da al altar de la capilla y que le permitía escuchar la misa desde su dormitorio, y la cripta donde reposó el cadáver justo debajo del ara: exactamente el mismo sitio donde Felipe II va a situar el Panteón Real de El Escorial. César Leante (Matanzas, Cuba, 1928) es escritor y periodista.
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  • Un viaje al microclima de la Vera cacereña
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  • El trópico, cerca de Yuste
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