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  • Tram Thi Huong no tiene dinero para una bicicleta, pero tiene una alegría que es otra forma de prosperidad: nadie podría dejar de corresponder con generosidad a una sonrisa tan convincente, y si pagamos unos dongs de más por la bisutería que nos ha vendido no es tanto por su insistencia como por ese extraño milagro de su felicidad. Vietnam es el país de las sonrisas. No importa que hablemos inglés, porque nada hay tan fructífero como esas sonrisas que hacen de cualquier idioma un lujo innecesario. Si algo no dejará de sorprender al viajero será esa genuina hospitalidad de las gentes. Puede que haya una rara belleza en Saigón, aunque sea una ciudad atosigante, frenética e inhabitable. Detrás del mercado principal de Binh Tay, en el barrio de Cholon, entra una luz salvaje y contradictoria que casi parece un milagro entre la desolación cotidiana de las calles anegadas por la lluvia. Para atravesar el mercado hace falta estrategia: en un lugar donde el espacio es un exceso, a veces parece que la maleza de puestos nos impidiera el paso. Si la geografía de un país también puede recorrerse por los olores que lo impregnan, en los mercados de Vietnam se arrinconan todos los del mundo. Es hermoso el de Can Tho, a la hora del amanecer, cuando el futuro empieza cada mañana en Vietnam, un callejón estrecho orillándose al río, porque en el delta del Mekong las calles de una ciudad convencional se convierten en agua, y más hermosos e inverosímiles aún son los ojos de una niña que nos persigue con el presagio de que terminaremos comprándole algo. 'What's your name?', repite como una letanía de mercaderes, a ver de dónde somos, cuántos años tenemos. En Hoi An, después de un sol demoledor que transparentaba las casas, nos entusiasmamos con las posibilidades del regateo, fingir enojos que no duran, precios que nos resistimos a aceptar cumpliendo el ritual, y ellos adornan sus últimas ofertas sin que se extinga su sonrisa. Hue no engaña, y siempre revienta en una hecatombe de lluvia que congestiona el río Perfume. 'My name is cyclo', se presentará irónico el conductor de ese vehículo ambiguo, mitad bicicleta. En Vietnam no se entiende que nadie camine, y conviene el placer de perderse pacíficamente con una bicicleta alquilada, la predilección de no llevar rumbo por esas calles y educarse en ese código inexplicable, para un occidental, con que ellos circulan. Es verdad, en fin, que no hay tampoco ningún paisaje tan inconmensurable como el de la bahía de Halong sumergida pudorosamente entre la niebla, ni una belleza tan inimaginable como la de un sol sobrenatural abriéndose paso entre las nubes hasta alumbrar las islas. No sabe nadie, en mitad de su fascinación, si Halong es un mar al que le han brotado montañas o si, contra toda lógica, son montañas acunadas por el mar. Pero nada iguala a una sonrisa, durante ese minuto del mundo en que logramos inspirar en un desconocido ese gesto inmejorable de bienvenida. En Vietnam, uno deja de ser un extraño cuando aprende la naturalidad para sonreír. Un gesto, como un paisaje que nunca olvidaremos, cuya intensidad nunca podría testimoniar la foto de un viajero, cualquiera de las fotos en donde no se oyen las risas de los niños; ni a Huong, que no tiene dinero para una bicicleta, pero sí una riqueza que ella no entendería, mientras recorre la playa de Cau Dai pidiendo que no le compres a nadie más que a ella. Tampoco ninguna de estas palabras inútiles pueden aproximarse al calor que ellos nos hicieron experimentar.
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  • Niebla en la bahía de Halong
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