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  • Embarcamos en el avión de Aeroflot. Algunos carteles están pintados a mano, y la tapicería muestra un color indefinido, fruto del paso imperturbable de los años. Sus ocupantes, casi todos rusos, son tan grandes que apenas caben en los asientos. La revista de la compañía es muy buena, buenos reportajes, buenas fotos, y mucha publicidad de señoritas forradas en pieles y joyas. También, de la costa levantina y de Sotogrande. La llegada al aeropuerto de Sheremetyevo es, cuando menos, sorprendente. Tras aguardar largas colas destinadas a comprobar los visados, nos asalta una legión de hombres vestidos de negro (el color de los moscovitas) para ofrecer sus servicios de taxi. Algunos sostienen un vaso de plástico en la mano. Son rudos, imponen un poco. El hotel Katarina es en cambio estupendo, y los recepcionistas son bien parecidos, amables y hablan en perfecto inglés. Para guardar las cosas de cierto valor ofrecen una cámara acorazada que para sí quisieran los bancos. Es de noche, pero a la luz del día, en la siguiente jornada, todo se ve diferente. El cielo está limpio como una sartén de acero inoxidable, y la ciudad hierve de ruido, tráfico y actividad. Hay puestos en todas partes: en la calle, en los pisos de oficinas, en el metro. Estamos en las afueras, al norte. Circulamos entre centrales térmicas que escupen vapor, grandes bulevares atravesados por carteles en cirílico, y barriadas grises y uniformes. Atravesamos la avenida de Arbat Nuevo, que ganó el Gran Prix de arquitectura de París en 1966. Todo es vasto, relativamente ordenado... y muy limpio. Excepto los coches, cuyo color y matrícula se ocultan bajo un espeso manto de mugre. Uno se pregunta por qué, hasta que al final comprende que en Moscú es inútil lavarlos hasta que pasen los fríos y el agua fluya de nuevo bajo la piel del asfalto. Prohibido fumar en la plaza Roja Ese momento ya llegó y el río Moscova se derritió. Los puertos fluviales reanudaron su actividad en primavera. Hasta entonces estaban paralizados por el hielo, profanado tan sólo por algunos pescadores que hacían un hoyo y se sentaban sobre él hasta que picara algo. En época de deshielo se caen a veces al agua, sin hacer caso de los carteles que advierten del peligro. No hay en cambio carteles que indiquen que en la plaza Roja está prohibido fumar. Algunos turistas encienden un cigarrillo, exponiéndose a una multa. ¿Será por no ensuciar la memoria de Lenin, que yace incorrupto en su ostentoso mausoleo de granito rojo? La plaza Roja es una belleza, como todo el mundo sabe. Restalla de color bajo la mañana, y las cúpulas de la iglesia de San Basilio se elevan como helados caprichosos hacia el cielo (por cierto, aquí los helados están muy buenos). Hay mujeres mayores que ofrecen sus servicios como guías, o alguna postal descolorida, o algún globo, y también hay pandillas de jóvenes moscovitas con la visera hacia atrás o el pelo teñido de fanta-naranja. Algunas elegantes mujeres de negro se adentran en las galerías comerciales GUM. Uno no tarda en percatarse de que las mujeres moscovitas son bellísimas; nata y fresa sobre uno ochenta de estatura. Las galerías GUM fueron construidas en 1893, antes de la revolución bolchevique, para solaz de los ricos (que hoy aumentan en la misma proporción que los pobres; ya se sabe, cosas del liberalismo desbocado). Bóvedas de cristal, gorjeos de agua, flores naturales y un olor acaramelado y grato: el del puro lujo. El Kremlin queda a la vuelta de la esquina tras una cincha de murallas rojas almenadas. Allí, algunos visitantes se quedan extasiados ante las cúpulas de oro de las catedrales del siglo XVI. No es para menos. Por algo Bizancio le prestó sus redondeces cosmogónicas y orientales a la iglesia ortodoxa. En el interior, en el que no hay bancos porque la gente reza de pie, el ambiente es íntimo, espiritual. No exactamente el mismo que en la catedral de Cristo Salvador. Allí todo es oro sin pátina, latón bruñido, mármol pulimentado, azules y rosas pastel. Brilla demasiado, tiene el artificio de lo nuevo. Fue destruida por los soviéticos y el Estado decidió reconstruirla para devolverle a la capital su identidad perdida. Por la noche, la ciudad se crece aún más. Desde la colina de los Gorriones, a la que uno viene a contemplar el sol mientras se acuesta, la noche tiende sus brazos para verter el alumbrado, como dice Jaled en la canción. La iluminación de los edificios es una de las más bellas del mundo. Moscú aparece ahora más poderosa, abrazada por el río y los bosques de abedules. Taladrado su cielo de metal por las agujas de los rascacielos de las Siete Hermanas, las torres de la Academia de las Ciencias o el hermoso talante monumental del estadio olímpico. Porque aquí hay esencialmente tres arquitecturas: la de las catedrales, la de los palacios de los zares -que es a veces como una tarta- y la soviético-funcional, o racional-comunista, no se sabe muy bien cómo llamarla. En ella se enmarcan la Casa Blanca -sede del Gobierno- y el hotel Rusia, construidos por Chechulin junto a la plaza Roja. También, el Gran Circo de Moscú, que es un perfecto ejemplo de la creatividad y solidez moscovita puestas al servicio del régimen. Ahora también habrá una buena muestra de arquitectura comercial contemporánea, porque se está levantando el mayor centro de negocios de Europa en torno al puente Bagration, para lucimiento de Renzo Piano, Von Gerkan y otros. El talento está aquí presente hasta en el metro, que además de funcionar como un ordenador de última generación y servir de refugio antiaéreo en caso de guerra, es un auténtico delirio. Algunas estaciones rebosan paredes de malaquita, rodonita y jaspe; lámparas de cristal y mosaicos de la época de Stalin que reproducen gestas militares de la II Guerra Mundial. Mis estaciones favoritas son la Mayakovskaya y la de la plaza de la Revolución, diseñadas en los años treinta por Dushkin. Las más vanguardistas y depuradas, con su acero inoxidable, sus arcadas limpias y sus colosales esculturas, propias del más genuino realismo socialista. Esta noche decidimos ir al circo de Moscú. Y el circo nos encandila. Lo mejor es el espectáculo de los acróbatas Kuryanous, y el de pértiga. Después aparece un triste número con unos osos viejos que ejecutan piruetas con desgana. El edificio es fabuloso, a la altura de la compañía. También iremos otro día al teatro Bolshói, y nos maravillará una Giselle (interpretada por Ekaterina Volochkova) etérea y delicada, que gravitará como la espuma por el escenario. En el Museo de Artes Decorativas Pushkin nos rendiremos ante la colección impresionista y posimpresionista reunida por dos mecenas audaces, cuando nadie daba un duro por aquellos pintores locos que exponían en París. Vibrantes son los lienzos de Renoir y Monet. Masticables, los de Van Gogh y Cézanne. Envolventes como una manta, las atmósferas de Gauguin, Chagall y Matisse. Restaurantes temáticos Hay mucha oferta de lujo y ocio en Moscú. Restaurantes, los hay a mares, pero abundan los temáticos: far west, tipismo búlgaro, cuevas de Alí Baba. Cada uno con su gorila -o gorilas- en la entrada, por si a uno se le atraganta la comida o la factura. Para comer muy bien es necesario lucir Visa Oro. Si uno dispone de ella, podrá hollar las alfombras mullidas del hotel Metropol, el restaurante Café Pushkin y el Gran Ópera. El ocio es caro. Eso nos explica Ilia, un estudiante simpático que viste de forma impecable. La vida, no tanto, dice: los transportes públicos funcionan bien y son baratos, lo mismo que la gasolina. El gas, la electricidad y el teléfono interurbano son prácticamente gratuitos. En cambio, los sistemas de pensiones están por los suelos, lo mismo que la sanidad pública y los sueldos estatales. La construcción está por los cielos: más de cuatro millones de metros cuadrados de edificación anual; el 25%, destinado a vivienda social. El trato en la calle no es lo que se dice especialmente cálido. En algunas taquillas o mostradores, a algunas personas sólo les falta gruñir. Sin embargo, bajo una capa de frialdad, muchos moscovitas muestran deseos de comunicarse. En el metro, por ejemplo, un hombre elegante le coge amistosamente la mano a un fotógrafo extranjero poco cauto, y no se decide a soltársela. En una plaza del centro, un grupo de estudiantes se ofrece a posar en actitud irreverente ante las efigies comunistas. En el aeropuerto, una señora le ruega a un turista español que, a su regreso, le entregue una llave a su sobrino, y en la calle, los coches se paran a golpe de brazo, negociándose el precio del trayecto a modo de taxi improvisado. El manto occidental todavía no lo ha homogeneizado todo, y aún queda un hueco para la espontaneidad y la aventura.
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  • Cúpulas y helados en la plaza Roja
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