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  • Islas e islas rodean por los tres lados otra isla más grande, la de Tinacria o Sicilia. Ya hemos hablado de las islas Eolias o Lípari en un viaje anterior. Ahora, después de una larga estancia, impulsados por un benéfico viento gregal, emprendemos la navegación hacia occidente. La primera isla que encontramos es Ústica (Lustrica en siciliano, Egina y Egitta la llaman Ptolomeo, Estrabón y Plinio). Árida, inhóspita, formada por lavas basálticas y tobas, estaba deshabitada en la antigüedad y era refugio ideal de piratas bereberes. A mediados del siglo XVIII, los Borbones la poblaron y concedieron a los nuevos habitantes todo tipo de franquicias, fortificaron la isla y llenaron la costa de torres de vigilancia. Ústica renació, se llenó de bosques y cultivos. Hoy, como las demás islas de estos archipiélagos, posee un turismo floreciente. Todavía empujados por un viento benéfico, doblamos el cabo de San Vito y nos encontramos con las islas del Stagnone, entre Trapani y el Lilibeo, y, para empezar, Levanzo, la más pequeña de las Égades, calcárea, montañosa, que delata su profunda antigüedad y las primeras huellas del hombre en la gruta de los Genoveses, con las pinturas y los dibujos prehistóricos en las paredes de la amplia caverna. En cambio, en Favignana -una isla más extensa y acogedora-, los hombres del Neolítico salen de las grutas marinas, construyen cabañas, cazan y tal vez incluso labran la tierra, y entierran a sus muertos en una especie de pequeños hornos excavados en la roca calcárea. Es a esta isla a la que proporciona los frutos más abundantes y duraderos el atún propiciatorio pintado en la gruta de Levanzo. La almadraba de Favignana, todavía hoy en funcionamiento, ha escrito la historia más importante de la pesca en el Mediterráneo. Marettimo, 'la última que en el mar yace, rocosa, árida', siempre fue, como la Ítaca de Ulises, una buena cuna de gente marinera. En épocas de penuria, los pescadores emigraban de Marettimo a Estados Unidos, y allí, en California, han seguido trabajando en el mar. El Stagnone sigue teniendo, protegida por la isla Grande, la joya más extraordinaria: la isla de Mozia. Fue lugar de parada para los fenicios aventureros, y ha mantenido intactos, a lo largo de estos milenios, sus muros, sus edificios, su puerto, su tofet o necrópolis. Los siracusenses derrotaron a los fenicios de Sicilia en la batalla de Himera y les obligaron, en el tratado de paz, a no sacrificar nunca más sus hijos a los dioses, ni a la gran madre Tanit o Astarté ni al gran padre Baal Hammon. Y Montesquieu, en su Esprit des lois, se congratuló ('¡chose admirable!') por aquel paso civilizado y humanitario que Gelón de Siracusa obligó a dar a los fenicios. Ojalá hubiera hoy un Gelón que barriera del mundo las atrocidades -sobre todo, respecto a los niños- que aún se cometen. Ojalá hubiera espíritus elevados, como Montesquieu, que se alegrasen por cada conquista de la civilización. Un viento ligero y propicio hincha nuestras velas para llevarnos más hacia el sur, en medio del canal de Sicilia, y acercarnos a Pantelleria. Ésta ha sido siempre el puente entre la vecina Ifrigia, hoy Túnez, y Sicilia. Un puente para todo intercambio cultural entre el mundo cristiano y el musulmán, un puente para correrías de piratas, conquistas, emigraciones, en uno y otro sentido, de trabajadores en busca de fortuna. Llana, negra, rocosa, azotada por el viento, la antigua Cossira evoca Táuride, la tierra de exilio de Ifigenia. 'Yace vecina a la estéril Cossira / Malta fecunda...', escribió Ovidio. Tiene un lago salado en el centro y sifones de azufre, además de aguas termales por todas partes. Sin embargo, a pesar de su aridez, la isla ha sido siempre objeto de disputa entre sarracenos y cristianos. 'Ni completamente Marco, ni completamente Turco, como el ermitaño de Lampedusa', reza un proverbio siciliano. Se refiere a un eremita que vivía en Lampedusa, que llevaba un escapulario de dos caras: en una estaba pintado un crucifijo, que tendía a los cristianos para que lo besaran; en la otra, un retrato de Mahoma, que ofrecía a la adoración de los turcos que desembarcaban en la isla. Fue Ruggero el Normando quien restituyó la isla a la cristiandad. Pero la toponimia, la onomástica y la lengua siguen siendo, en la isla, una mezcla de siciliano y árabe. Hoy día, esta puerta de África es meta del turismo más selecto. Sus dammusi, sus casas de toba, con tejados abovedados, son ahora villas para los ricos. Más al sur todavía, más cerca de Libia, está Lampedusa. Un islote de pescadores que la fantasía de Ariosto elevó al cielo de la poesía. En Lampedusa sitúa el autor del Orlando furioso el célebre duelo de tres contra tres, los sarracenos Agramente, Sobrino y Gradasso y los paladines Orlando, Brandimarte y Oliviero. Una isla es ésta que, a través del mismo mar que la ciñe, se expande, dice Ariosto de Libadusa, o Lampedusa. 'Los pasos de nuestros héroes, que hasta ahora abarcaban continentes, ahora (...) se asientan en las islas grandes y pequeñas del Mediterráneo', comenta Italo Calvino. Y parecen volverse, en esta última parte del poema de Ariosto, a las islas y los espacios homéricos de la Odisea, a aquel primer poema, a aquellos mitos de los que partíamos.
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  • Una travesía por ocho enclaves que hablan de mitos mediterráneos
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  • Las pequeñas islas secretas de Sicilia
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