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  • A orillas del río Clarín y junto al canal que acciona el viejo molino del valle de Aras, La Casona de San Pantaleón es un exponente más de la fiebre turística rural, en vías de propagación por todo el norte cantábrico. Su fachada de sillería y mampuestos, así como la extensa finca ajardinada de frutales que la rodea, herencia del siglo XVII, convencieron a Rosa López Crespo y José María Campaña de lo idílico que sería abrir otra posada de colorines en las paredes y gavillas en los centros de mesa, al uso en los folletos editados por la consejería de turismo de Cantabria. Un ambiente rústico, informal, dispuesto para ofrecer techo y sábanas. Y, sobre todo, determinado por la ocupación. Si hay suficientes huéspedes, los servicios funcionan a pleno rendimiento. Si no, el zaguán y los salones permanecerán a oscuras. Expresión de ese encanto de manual es su austeridad, matizada por el lenguaje de la piedra y el rigor del roble en las vigas que la sustentan. El comedor filtra la luz exterior a través de sendos ventanucos. Penumbra de justicia para unos desayunos caseros basados en el grosor de los sobaos pasiegos, mucho mejor elaborados que los platos fríos a que se reduce la cena. Un lienzo de ladrillo visto bien perfilado acompaña el ascenso hasta la segunda planta, entre muebles de anticuario, lámparas sin caperuza y otras lindezas propias del caserismo rural, como es el hecho de que los suelos de madera crujan. Crujan molestando. En esta planta y en otra abuhardillada se localizan las habitaciones, espaciosas, aunque limitadas en comodidades. La denominada Puerta de la Torre, en tonalidad añil, esconde un arcón del siglo XIX que refuerza el carácter histórico de la posada. La de la Huerta, más romántica, ofrece una cama de matrimonio bajo un dosel de forja y gasas, con un balcón primoroso asomado al río y a la huerta. En coherencia con el criterio ecológico de sus propietarios, el televisor queda guardado en un cajón-celosía a fin de disimular su presencia, junto a dos sillones bajitos y ciertamente incómodos. Todo a media luz, sin armarios ni muebles de minibar. Demasiado bálsamo entre fines de semana para la amable Rosa López, sobre cuyas espaldas recae la máxima responsabilidad de la casa. Éste es el laurel y la espina del silencio durante el invierno cantábrico. La humedad de los días se descuelga de las nubes en un incesante calabobos, mientras el jardín alrededor de la casona destila una belleza narcótica. Cada cuarto de hora tañe el carillón de la iglesia vecina de San Pantaleón. Sobreviene la noche larga. A orillas del río Clarín y junto al canal que acciona el viejo molino del valle de Aras, La Casona de San Pantaleón es un exponente más de la fiebre turística rural, en vías de propagación por todo el norte cantábrico. Su fachada de sillería y mampuestos, así como la extensa finca ajardinada de frutales que la rodea, herencia del siglo XVII, convencieron a Rosa López Crespo y José María Campaña de lo idílico que sería abrir otra posada de colorines en las paredes y gavillas en los centros de mesa, al uso en los folletos editados por la consejería de turismo de Cantabria. Un ambiente rústico, informal, dispuesto para ofrecer techo y sábanas. Y, sobre todo, determinado por la ocupación. Si hay suficientes huéspedes, los servicios funcionan a pleno rendimiento. Si no, el zaguán y los salones permanecerán a oscuras. Expresión de ese encanto de manual es su austeridad, matizada por el lenguaje de la piedra y el rigor del roble en las vigas que la sustentan. El comedor filtra la luz exterior a través de sendos ventanucos. Penumbra de justicia para unos desayunos caseros basados en el grosor de los sobaos pasiegos, mucho mejor elaborados que los platos fríos a que se reduce la cena. Un lienzo de ladrillo visto bien perfilado acompaña el ascenso hasta la segunda planta, entre muebles de anticuario, lámparas sin caperuza y otras lindezas propias del caserismo rural, como es el hecho de que los suelos de madera crujan. Crujan molestando. En esta planta y en otra abuhardillada se localizan las habitaciones, espaciosas, aunque limitadas en comodidades. La denominada Puerta de la Torre, en tonalidad añil, esconde un arcón del siglo XIX que refuerza el carácter histórico de la posada. La de la Huerta, más romántica, ofrece una cama de matrimonio bajo un dosel de forja y gasas, con un balcón primoroso asomado al río y a la huerta. En coherencia con el criterio ecológico de sus propietarios, el televisor queda guardado en un cajón-celosía a fin de disimular su presencia, junto a dos sillones bajitos y ciertamente incómodos. Todo a media luz, sin armarios ni muebles de minibar. Demasiado bálsamo entre fines de semana para la amable Rosa López, sobre cuyas espaldas recae la máxima responsabilidad de la casa. Éste es el laurel y la espina del silencio durante el invierno cantábrico. La humedad de los días se descuelga de las nubes en un incesante calabobos, mientras el jardín alrededor de la casona destila una belleza narcótica. Cada cuarto de hora tañe el carillón de la iglesia vecina de San Pantaleón. Sobreviene la noche larga.
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  • Diario El País S.L.
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  • LA CASONA DE SAN PANTALEÓN DE ARAS, hotel rural en un valle de Cantabria
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  • Desayuno reposado con sobaos pasiegos
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