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  • La belleza se muestra en Venecia de tantas formas y con tanta abundancia que podría parecer una concesión al turismo más frívolo (el que sólo está interesado en los escaparates y las compras) el abandonar la ciudad para conocer las islas próximas de Murano y Burano, famosas fundamentalmente por ser los grandes centros de producción del vidrio y los encajes que luego se venden en todas las tiendas de regalos venecianas. Sin embargo, sería un error no visitarlas, porque en ellas es posible encontrar algo que en Venecia queda casi oculto por la presencia apabullante de la historia y el turismo de masas: la sensación de vida cotidiana y popular. Y si uno decide adentrarse en la laguna en esta dirección, sería imperdonable no acercarse a Torcello, donde el reclamo no está ya en la artesanía o el encanto de la vida provinciana. Uno llega aquí para sentir cómo se le estremece el alma. Porque Torcello es un lugar más espiritual que físico. Su apariencia es la de una de las ciudades invisibles de Italo Calvino o el escenario de un relato fantástico de Buzzati: una marisma, cuatro casas y una catedral gigantesca que preside la soledad de la ciénaga sobre la que se asienta. La isla tiene aire de frontera, de lugar extremo e irreal, de mito. Al principio de su historia fue un simple refugio para los campesinos de la costa que huían de las hordas bárbaras, pero pronto llegó a convertirse en un emporio que capitaneaba a las otras ciudades de la laguna. Cuando Europa estaba sumida en la oscuridad de la Alta Edad Media, Torcello refulgía: alcanzó una población de 30.000 habitantes y fue sede episcopal desde finales del siglo VII. Uno de sus inquietos comerciantes rescató el cuerpo de san Marcos en Alejandría y lo trasladó a Venecia, en cuya basílica trabajaban los mismos artistas que decoraban la catedral de Torcello. Tanta prosperidad fue un espejismo: su insalubre emplazamiento, las epidemias, las dificultades para la navegación y la pujanza del Rialto veneciano la fueron despoblando hasta acabar con el aspecto de poderosa desolación que presenta hoy. Aparte de un puñado de edificios, ya no quedan ni las ruinas de su antiguo caserío: palacios, conventos e iglesias parecen haber sido tragados por la laguna, como si jamás hubieran existido. El vaporetto deposita a los viajeros en un extremo de la isla, donde nace un camino que se adentra en ella, en paralelo a un modesto canal. El paisaje es campesino y descuidado, con vegetación rastrera que crece a su aire, grandes zonas empantanadas, algún huerto y árboles en torno a los flancos del canal y los senderos. El paseo es corto y se llega enseguida a la placita a la que se ve reducida hoy Torcello, donde se alzan la iglesia de Santa Fosca (siglos XI-XII), la catedral de Maria Assunta (del siglo XI, con abundantes restos arquitectónicos y escultóricos más antiguos), unos modestos palacios del siglo XIV y alguna casona de noble aspecto rural. La belleza del arte bizantino La iglesia de Santa Fosca conmueve por su sobriedad y la humilde elegancia de su planta de cruz griega, el pórtico que la rodea y su hermoso ábside. La catedral de Maria Assunta anonada. De planta basilical, sus enormes dimensiones responden a la proporción áurea y permiten desarrollar en los mosaicos del muro occidental (el que corresponde al interior de la portada principal) un impresionante programa iconográfico con el descenso de Cristo al Limbo y distintas escenas del Apocalipsis, la gloria de los santos y el tormento de los condenados. El conjunto es una de las obras maestras del arte bizantino. Enfrente, en la cabecera, detrás del ambón y el iconostasio, más mosaicos, y también extraordinarios: la Anunciación en las enjutas del arco triunfal, el apostolado en el presbiterio y la hermosísima Virgen Hodigitria, solitaria con su niño en brazos en el amplio cielo dorado del ábside central. Esta Virgen, protectora de quienes guían a los viajeros (muy popular en el mundo bizantino por su santuario en Constantinopla y porque Justiniano ordenó colocar su imagen en los mástiles de todos los barcos), enfrenta en Torcello su mirada al gran mosaico donde están representadas las regiones infernales: allí, sedente sobre el terrible monstruo Leviatán, el negro príncipe de las tinieblas (feroz pero noble, con imponente aspecto jupiterino) sostiene en su regazo a un niño que preside el Infierno: es el Anticristo. Estremece ver a Satán remedando a la Virgen, cada uno con su criatura, exhibiendo su dignidad y poder: el visitante tiene la sensación de ser un intruso que espía la batalla muda, detenida en el tiempo, entre el Bien y el Mal. No todo es terrible en Torcello. Algunas de las casonas albergan restaurantes donde los venecianos celebran sus banquetes de bodas: si uno se acerca un fin de semana puede ver novios jóvenes que llegan en lancha desde las otras islas, chicos guapos, familias endomingadas y el jolgorio de la fiesta íntima que dan una nota de amabilidad y despreocupación a este escenario de leyenda. El tiempo apremia y ahora hemos de apresurarnos si queremos conocer las otras islas antes de que se acabe la jornada. Los vaporetti nos permitirán llegar a ellas, pero nuestras visitas serán, necesariamente, más breves. El siguiente destino es la cercana Burano. Aquí no encontraremos ninguna arquitectura excepcional y tampoco muestras apabullantes de arte. Y, sin embargo, es un lugar con un encanto irresistible, lleno de vida. Las fachadas de sus humildes casas, pintadas de vivos colores, parecen inspiradas en el dibujo de un escolar, con su alegre ingenuidad de mundo feliz, donde el sol sonríe y las chimeneas tienen nubes de humo. Si uno evita las calles más comerciales (repletas de puestos donde se ofrecen los famosos encajes de la isla) podrá pasear tranquilo por un pueblo a partes iguales campesino, pescador y artesano. La tercera isla, Murano, viene a ser una Venecia en pequeño: tiene palacios con balconadas, hermosas iglesias (especialmente la de Santa María y San Donato, del siglo XI), canales cuyas perspectivas rivalizan con las venecianas y un próspero aire turístico y comercial que nos hace olvidar que siglo y medio atrás Murano era una de las poblaciones más míseras y despobladas de la laguna y había perdido casi por completo toda su industria. El empeño del empresario Antonio Salviati recuperó el arte del vidrio y devolvió el orgullo y la fama a una población que desde mediados del siglo XVI no había dejado de languidecer. Hoy, los artesanos de Murano tienen fama mundial, enseñan gustosos sus talleres a los visitantes y son capaces de hacer en cristal cualquier cosa, desde la mayor exquisitez hasta lo más vulgar. El viaje de vuelta nos reserva una sorpresa extraordinaria: la vista de Venecia al atardecer, a esa hora en que a las ciudades les viene la inspiración y todo aquel que no está ciego se queda arrebatado. Son palabras de Dino Buzzati y describen lo que se siente ante el perfil tembloroso de Venecia iluminado por el último sol. Ajeno a todo, el vaporetto avanza por la laguna con su melancólica parsimonia mientras la noche termina de caer.
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  • Murano, Burano y Torcello amplían la visión de la laguna
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  • Tres islas más allá de Venecia
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