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  • Poco después de poner los pies por primera vez en mi vida en el mismísimo Hollywood, entré fascinada en una de las tiendas de camisetas y fruslerías que abarrotan Hollywood Boulevard, y compré una postal para un amigo. Era una panorámica en la que podía verse la internacionalmente famosa señal instalada por encima de las colinas del lugar, que proclama con grandes letras metálicas: "Hollywood". Un mensaje sencillo, altivo y contundente que, la verdad, no siempre puede ser leído tan a las claras como en las bonitas fotos que ilustran los folletos turísticos o las postales de saldo, pues a menudo la contaminación incluso impide que se vea el verde alicaído de los cerros en los que está situada la célebre consigna (es más la manifestación de un estilo de vida que un simple rótulo a modo de guía geográfica). En un principio, cuando se colocaron esas grandes letras allá por 1923, sólo anunciaban lo que pretendía ser la construcción de una urbanización, y originalmente decían: "Hollywoodland". Se perdió el land con el tiempo, pero se ganaron otros territorios. De hecho, el resto del mundo, como hemos podido comprobar hasta ahora. Le envié a mi amigo la postal, y escribí por detrás: "Estoy en Hollywood. Todo lo que hay aquí es lo que ves en esta tarjeta. Besos". Llegué después de conducir varios cientos de millas sin parar, con la idea de entrar en Los Ángeles a una hora razonable y buscar un motel antes de que anocheciera. Para cuando pude por fin enfilar una calle de la ciudad, con su desquiciante tráfico, me sentía marchita, deprimida y más extranjera que nunca en aquel país. Estaba agotada. Y si estoy muy cansada o enferma pierdo por instantes el sentido de la realidad. Aunque como la realidad no suele tener ningún sentido, mis lapsus, por lo general, no me deparan mayores consecuencias. Me ocurrió en Hollywood. Durante apenas un nanosegundo tuve la impresión de que paseaba por una réplica bastarda y mitológica de Torremolinos construida en la Luna. Afortunadamente me recuperé pronto. "¡Estoy en América, en América!", casi grité de estúpida alegría. Y nunca la expresión fue más acertada: estaba en América, absolutamente. Porque si algo es Hollywood, sin lugar a dudas, es los USA enteros y verdaderos; Hollywood es la esencia destilada de Norteamérica, que después ha salido de allí para darse a conocer urbi et orbi; que ha brotado de aquel barrio (que tiene aspiraciones segregacionistas con respecto a Los Ángeles), de aquellas manzanas la mayoría sin gracia, abarrotadas de neones publicitarios y de paletos que vienen de Kansas o de Ohio a gozar el gran veraneo de sus vidas, peregrinando durante semanas por las magníficas carreteras de los states, con parada obligatoria en el Gran Cañón, los moteles de autopista Travel Logde, y todas las gasolineras Texaco que se encuentren por el camino, hasta llegar al santuario por antonomasia de la cultura USA: Hollywood. Imperio de ilusiones y de estrellas. Lo que ocurre es que cada día quedan menos astros vivos, y los pocos que pueden llamarse así, desde luego, hacen cualquier cosa excepto poner los pies en Hollywood, a no ser que se trate de asistir a la gala de los Oscar, dejar sus huellas estampadas en un trozo de cemento frente a la puerta del Teatro Chino de Mann, o descubrir una estrella con su nombre sobre las aceras de Hollywood Boulevard (Hollywood Walk of Fame), repletas de tantas y tantas estrellas, por cierto, que una no sabe muy bien si a los componentes del star-system mundial no les empieza a importar un pimiento tener allí una con su nombre o no tenerla. Los astros se refugian en sus mansiones de Beverly Hills, al oeste de Hollywood, una pequeña y extraordinariamente próspera ciudad independiente de LA, con la mayor concentración de palmeras, piscinas, guardas de seguridad, pistas de tenis, drogadicciones secretas y criados del país. Desde que Douglas Fairbanks y Mary Pickford se instalaron por encima del hotel Beverly Hills, éste es el único hogar posible para una estrella, bien a resguardo de la chabacanería decadente de Hollywood Blvd. y sus alrededores. Miré con morbosa curiosidad las estrellas correspondientes a Julio Iglesias, a Luis Miguel y a tantos otros. Pisoteadas por las suelas de los encandilados visitantes vaqueros (sinónimo de vaquero: campesino yanqui, o cateto con botas y tejanos) venidos del interior del país en busca de un poco de diversión y de emociones baratas, que deambulan arriba y abajo por Hollywood Boulevard, el pequeño paraíso, americano pero disoluto, de la camiseta hortera y el fetiche cinematográfico. Un barrio apreciado por los turistas, los homeless, los hispanos, los mercaderes de naderías, los usuarios de cibercafés y las prostitutas de lance que dejan fotos falsas por doquier. Valorado como si se tratara de una nueva tierra de promisión. Quizá lo sea, o puede que lo haya sido, pero ahora este distrito es tal vez la papelera urbana donde se hacinan los restos de un montón de antiguos sueños. Sobre todo, de fama, de gloria. Con todo, al igual que Las Vegas, Hollywood hoy día es un sitio auténtico, en el sentido de que está lleno de perdedores. Los maquillajes de la melancolía Hay una escena callejera grabada en la película de mi recuerdo: frente al Teatro Chino de Mann se agrupa una variada colección de especímenes humanos. Entre ellos, un falso Elvis, una falsa Marilyn, un falso El Zorro y un falso Superman, jóvenes y lustrosos bajo sus patéticos maquillajes, que son observados por una vieja señora de color, de enfermiza delgadez, encorvada sobre su silla de ruedas (se ven muchas sillas de ruedas por la vía pública, casi tantas como huidizas limusinas), y todos ellos, a su vez, son acechados y fotografiados por mí. No logro entender qué demonios hacen, venden o publicitan esas personas disfrazadas de celebridades, ni si en realidad forman parte del mobiliario urbano, porque me azoro y me alejo de allí rápidamente con una enorme sensación de melancolía. Menos mal que poco después, en el Pantages Theatre, donde Judy Garland estrenara su Ha nacido una estrella, pude disfrutar del regio espectáculo The lion king. A principios del siglo XX no era más que un gran terreno que aglutinaba un conjunto de granjas que ni siquiera pertenecían a la ciudad de Los Ángeles. Hasta que llegaron los que serían grandes magnates del cine: Cecil B. DeMille y Samuel Goldwyn, e inventaron el star-system. Había nacido la leyenda. Muchas de las viejas glorias ya desaparecidas dejaron sus huellas frente al Teatro Chino de Mann, antes llamado de Grauman. Sid Grauman lo construyó en 1927, con la idea de estrenar películas que atrajeran a un público seductor y vestido a la última moda. Cuentan que, el día de la inauguración, el cine no estaba completamente acabado y Grauman se metió de bruces en el cemento fresco de la entrada; entonces se le ocurrió la idea de invitar a los dioses del celuloide a estampar allí sus huellas y sus firmas. Actualmente, todo Hollywood parece un gran mausoleo de huellas dactilares y de pies, de nombres pateados, como si las deidades cinematográficas se hubieran dignado a morder el polvo, aunque sólo sea simbólicamente, de unas calles desangeladas que rara vez transitan como no sea en limusina. En la misma línea se puede visitar el Edificio de Recuerdos Capitol, en la North Vine Street, idea de Nat King Cole y Bobby Mercer. Si Grecia tiene sus divinidades y sus templos consagrados a ellas, Hollywood no le va a la zaga, aunque sus arquitectos hayan sustituido la noble piedra por el cartón, más económico y rentable, más volátil también. Hermanas mellizas Es precisamente en Hollywood donde podemos advertir con intensidad la diferencia entre la California del Norte y la del Sur, tan semejantes y encontradas como dos hermanas mellizas separadas al nacer. Una elegante y bien criada, la del Norte, y otra vulgar, impertinente y chillona, la del Sur. Por lo común se prefiere la del Norte (San Francisco, la costa de Monterrey...), pero a veces se tiene la tentación de disfrutar de algún lío ocasional con la del Sur, de regocijarse con ella. Los Universal City Studios son un parque temático que ofrece la versión fílmica de una Disneylandia para adultos mitómanos que no terminan de crecer. Es evidente, visto desde una de las atracciones que ofrece, hasta qué punto toda Norteamérica es una pura invención basada en las fábulas surgidas de su pujante literatura, y sobre todo de sus fantásticas quimeras cinematográficas que han terminado por impregnarlo todo, desde la vida cotidiana hasta las relaciones económicas, pasando por el paisaje urbano. En Hollywood, los malls parecen construidos con los restos de decorados de los viejos peplums de antaño: gran profusión de esfinges y seres legendarios; monumentalidad faraónica aderezada de toques kitsch y relámpagos fluorescentes. Cleopatra estaría encantada de hacer allí sus compras. También Sunset Boulevard -¡ah!, la película de Gloria Swanson...- está lleno de gigantescos anuncios iluminados. Los bulevares se extienden a lo largo de kilómetros, como interminables spots publicitarios. Aunque la mejor shopping area es Melrose Avenue porque tiene cierto estilo y no hay tiendas de ropa en cadena, sino negocios de piezas únicas, anticuarios, joyerías, librerías, coches antiguos... Mi amigo, el escritor Carlos Ruiz Zafón, que vive temporalmente en Hollywood, me invitó a un rato de charla y compañía en uno de los Starbucks Coffee. "Esto es lo más europeo que se puede encontrar por aquí, porque la gente se sienta un rato a beber café", me dijo. También contó cómo había ido a hacer una entrevista a unos estudios de cine y le sorprendió encontrarse tirada, en medio de la lluvia, la cabeza del pobre Godzilla, la misma que usaron para hacer la película. Así es Hollywood; crea sin cesar dioses y monstruos, los eleva al firmamento y luego los abandona en un callejón, o los convierte en rastros zapateados en medio de un largo bulevar pleno de candilejas amortecidas por la humedad del océano. Tal vez para recordarnos que todos los sueños se desvanecen, y además tienen un precio.
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  • El barrio de las estrellas de Los Ángeles recibe cada año 7,5 millones de visitantes
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  • Esto es Hollywood, el teatro de las ilusiones
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