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  • Pocos aquí conocen la región de Umbría más allá de Asís y, como mucho, Perugia. La omnipresente Toscana lo devora todo. Su proyección de diva turística y cultural eclipsa a su vecina. Más discreta, menos exuberante, más constreñida por el abrazo de la montaña. Dicen los técnicos de turismo que a Umbría le falta imagen identitaria que la distinga de las demás. Dicen los historiadores de arte que es demasiado modesta, severa (de hecho, allí, el barroco es un exceso difícil de contemplar, y el gótico no alcanza nunca los ardores decadentes del flamígero). Dicen los lugareños que, como no tiene salida al mar, es mucho más contenida. De acuerdo, la región centro italiana no ofrece una Siena o una Florencia. Tiene un Asís un algo escenográfico y una Perugia estudiantil, acogedora y con un casco histórico desertizado. El resto forma un espeso tejido de discretos motivos en verde y ocre, en el que la urdimbre es un paisaje agrícola y forestal apabullante, y la trama, toda una sucesión de poblaciones medievales cosidas una tras otra a las faldas apeninas. Algo así como esos tejidos umbros medievales que se exhiben en la Galería Nacional de Perugia, en los que se entrelazan con elegancia suprema grifos y racimos de uva. Solamente Asís parece despegarse de este entramado homogéneo. La repulida y frecuentada Asís. Pero ello tal vez responda más a su condición de centro de peregrinaje que a su propia estructura, también ella de carácter medieval. Su diferencia radica en ese trajín de devotos venidos de medio mundo, que deambulan disciplinadamente en torno a la momia de santa Clara y la tumba de san Francisco. Es poco probable que a los místicos de Asís les hiciese mucha gracia la pompa desplegada en su memoria y la falta absoluta de privacidad. Aunque no todo es dolor ni todo el sentimiento religioso en Umbría nace bajo el dominio eclesiástico. Hay belleza, por ejemplo, en cada una de las escenas de los frescos de Giotto, del siglo XIII, que adornan la basílica superior de San Francisco de Asís. El terremoto de 1997 destruyó parte de los que cubrían el techo, y su restauración, fragmento a fragmento, concluyó el pasado septiembre. A Giotto se le considera un precursor de la pintura renacentista. En estos frescos se aprecia, con respecto a los de su maestro Cimabue, la creciente humanización de los motivos religiosos, en la serenidad y la expresividad de los rostros. "El mejor pintor del mundo", según opinión de Bocaccio, también comenzó la aventura constructivista que desembocaría en la perspectiva líneal renacentista. Así lo describe el francés François Cheng: "Ciertamente, con él la gran dramaturgia estaba ya en movimiento. Pero el espacio, osadamente construido, permanece todavía indeterminado, relegado a lo desconocido". En la iglesia inferior se puede contemplar también un fresco de Cimabue que representa a un oscuro y patético san Francisco -todavía prisionero de cierta rigidez bizantina-, y una Virgen con niño de Lorenzetti, llena de dulzura y de vivacidad. El corazón de Umbría lo atraviesa el río Tíber formando un amplio valle a cuya derecha se elevan los montes Apeninos, forrados de verde hasta lo indecible. El valle, visto desde las alturas defensivas de Perugia, Asís o Spello, es un vasto espacio donde los verdes y azules se superponen, difuminados por bocanadas de bruma. De cerca, la belleza del valle, atravesado por la autopista E 45, se desvanece. Polígonos industriales y construcciones grises y uniformes surgidas al calor del asfalto. Un cuadro propio de la Europa más fea y desarrollista. Cosas dello svilupo, dice un paisano en un bar. Pero basta alejarse unos kilómetros para olvidarse de la autopista y penetrar en el prieto tejido vegetal apenino. Si las montañas están cubiertas de un bosque mediterráneo casi inalterado, el piso bajo lo forman manchas de encinas coriáceas y lustrosas, que se entrelazan con viñedos y olivares plateados, rasgados por las lanzas afiladas de los cipreses en busca de elevación. Un paisaje mediterráneo y bíblico, como el de toda la Italia central, en el que la acción antrópica y una naturaleza excepcionalmente conservada forman un mosaico alejado de la monótona estética de la agricultura intensiva. Y regalan productos como el vino de Montefalco, Torgiano y Colli Martani, y ese incomparable aceite de oliva de mil y un matices aromáticos hecho con aceitunas locales. Para saborear la historia de estos productos, existentes desde la época romana, es imprescindible acercarse hasta Torgiano y visitar los museos del Vino y del Aceite, creados por la fundación Lungarotti, una de las bodegas más punteras de la zona. Piezas etruscas y romanas, pero también bizantinas, medievales, populares y contemporáneas, con un claro hilo conductor y una excelente puesta en escena. Por lo demás, el paisaje urbano del valle de Tíber está esencialmente compuesto de esas pequeñas poblaciones de piedra del monte Subasio -en el que Francisco hallaba su fuente de inspiración-, dedicados a la economía rural, y en los que il fait doux vivre, como dicen los franceses. Están habitados por gentes amables y cálidas. Y un tanto sobrias, como el entorno. No sabe uno muy bien a qué atenerse, si a su aparente fervor religioso o al soterrado anticlericalismo de una tierra sometida al poder eclesiástico hasta 1860. Si al rigorismo de la izquierda histórica de la región, o al reciente berlusconismo más ordinario. Las formas se guardan y reina la discreción. No es fácil de penetrar Umbría. Algunas de estas poblaciones: Spello, Asís, Trevi y Spoleto, se agarran a los relieves de las montañas. Otras, como Montefalco y Bevagna, se desparraman por la campiña rodeadas de olivares y viñedos. Todas ellas muestran un mismo urbanismo de tipo medieval y fundaciones romanas. De hecho, la flaminia, o calzada romana, atravesaba todo el valle. En realidad, el sentido circulatorio umbro ha cambiado poco desde entonces, aunque solapado bajo el hormigón. De vez en cuando, el poderío romano asoma entre las tripas de las ciudades en forma de termas, teatro, murallas y arcos de acceso. La homogeneidad es la norma: casi todas las localidades están amuralladas y muestran la misma teja y la misma piedra caliza, y están construidas desde hace siglos con contrafuertes y otros refuerzos estructurales para resistir los terremotos. La mayoría se encuentra aún bajo el repiqueteo de los cinceles y una cortina de andamios, apurando los muchos euros de ayudas estatales y europeas destinados a su embellecimiento. Si la calidad de las restauraciones es indiscutible, algunas intervenciones urbanísticas no son tan afortunadas. Entre ellas, el solado de la plaza de la catedral de Spoleto, de vulgar ladrillo industrial, y esos ascensores que perforan las entretelas de la empinada Cascia. El zorro parece dormido En estas poblaciones abunda el románico tardío de transición. Fachadas luminosas y ornadas de rosetones caleidoscópicos como los de Asís, Foligno y Spello, y bajorrelieves que son auténticos documentos costumbristas de la época. La fachada de San Pietro, en las afueras de Spoleto, reproduce distintas secuencias del romance francés medieval de Renart, en las que aparece el granuja de Goupil (el zorro) haciéndose el dormido para merendarse las viandas de los paisanos desprevenidos. Los monumentos civiles son, en cambio, escasos. Entre ellos constan las roccas, o fortalezas, muchas de ellas construidas por el cardenal castellano Gil de Albornoz en el siglo XIV. A modo de mercenario eclesiástico, peleó primero a brazo partido junto a Alfonso I contra los moros, para después ser nombrado cardenal por Clemente VI, papa de Aviñón, y luego marchar a Italia con la misión de unificar y someter los Estados pontificios a la voluntad de Roma. Tras conseguirlo, y como signo de su poder casi infinito, levantó toda una serie de fortalezas entre las que destacan las de Orvieto, Narni, Spello y Spoleto, esta última con hermosos murales de amor cortesano y bucólico. Para que no quepa duda alguna, todas se llaman Albornozianas. Pero no solamente de arte se nutre la región. La naturaleza se revela aquí como la más bella obra concebida en algún taller desconocido. Los espacios protegidos se cuentan hasta 34, pero puede que sea el parque nacional dei Monti Sibillini, con sus circos y roquedales, su lago de origen glaciar, su piso montano cubierto de bosques hasta el agobio, y algunos huéspedes tan indómitos como el lobo apenino y el águila real, el más sublime.
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  • La región italiana de Umbría revela rincones insospechados
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  • La magia de los colores de Giotto renace en Asís
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