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  • El efecto Manrique sigue poblando el interior de Lanzarote con hotelitos singulares de pocas habitaciones y ambientados en la tradición rural canaria. Muy cerca del monumento al campesino, erigido por el difunto artista en el centro geográfico de la isla, la familia Rodríguez Bethencourt ha adaptado para uso turístico su antigua finca de labranza, formada por varias edificaciones cúbicas herederas del siglo XVIII, con los muros bien enjalbegados, y las piedras esquineras, y la carpintería verde oscuro característica de la arquitectura popular lanzaroteña. Precisa en su geometría. Vivificante en su desmelenamiento botánico. Dueña de varias hectáreas de viñedo en agraz que asoma milagrosamente desde las hendiduras practicadas en el malpaís, un parterre de lava negra sembrado además de cactus, tuneras y palmas alrededor de la casa. El patio de entrada saluda al viajero con un azulejo en honor a la Virgen María y un farolillo las más de las veces apagado. Otro jardincito de evocación volcánica se extiende hacia la fachada trasera, dispuesta para el servicio, decorada con tres botas de vino y un tílburi del siglo XIX. En el interior, los espacios comunes son generosos en tamaño, oxígeno y buen gusto, tal cuales los vivían los bisabuelos de sus actuales propietarios. Lo que acentúa, en discordancia, la vetustez de los cuadros, las láminas y las fotografías colgadas en las paredes. Muchas de estas piezas conservan un gran valor, pero su encanto queda devaluado en lid estética con los sofás y las telas años sesenta que amueblan la mayoría de las estancias. Un eclecticismo cotizado a más de 110 euros, que es lo que cuesta pasar aquí la noche. Un delicado encuentro En las mismas claves, los dormitorios se desgañitan con el encuentro entre lo nuevo y lo viejo. A veces, una feliz simbiosis plástica. Casi siempre, reluctante en el choque, aunque corregible si se renuncia a las reliquias de otras épocas menos interesantes desde el punto de vista decorativo. Llama la atención su amplitud y el croquis diáfano de los cuartos de baño, gozosamente abiertos a la alcoba, lo que puede molestar o cohibir a más de uno. El agua de la ducha aflora con deliberada parsimonia. El jabón es expendido por un artilugio más propio de la hostelería industrial que de un hotelito perteneciente a la marca de calidad Rusticae. Los valores del caserío son otros. En primer lugar, la amabilidad de Gonzalo Rodríguez Bethencourt y sus empleados en el trato, al calor de los libros y la música que cultivan a todas horas en cualquier rincón. Después, el refinamiento conseguido en la cocina, devocionario de los sabores insulares puestos de actualidad. En especial, los desayunos, aderezados de embutidos, huevos, zumos, frutos secos y distintas clases de pan. Y finalmente, el aislamiento que bendice estas instalaciones frente a la progresiva masificación del litoral lanzaroteño.
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  • Diario El País S.L.
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  • CASERÍO DE MOZAGA, desde el siglo XVIII en el centro geográfico de Lanzarote
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  • Trazos geométricos junto a un viñedo de lava
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