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  • Al viajero le sorprende el recibimiento en los muelles del Waterfront: niños y niñas ataviados de zulúes bailan al ritmo de los tambores; una banda de ancianos interpreta jazz al más puro estilo de Nueva Orleans; escolares uniformados hacen coros al aire libre; grupos de jóvenes negros cantan a capella y se golpean los muslos en plan Ladysmith Black Mambazo, el grupo que saltó a la escena internacional de la mano de Paul Simon... Muchos pertenecen a esa burguesía negra emergente que se mezcla con los blancos en las tiendas de marca, los bares de música en directo y los restaurantes internacionales de este complejo comercial, impoluto, que fue en tiempos el antiguo puerto victoriano. Pero de allí mismo, del muelle donde dan de comer a las focas y que lleva el nombre de Nelson Mandela -líder indiscutible de la lucha contra el apartheid, primer presidente de la nueva Suráfrica y premio Nobel de la Paz-, zarpan los barquitos hacia la cercana Robben Island. La isla, declarada por la Unesco patrimonio de la humanidad, es un museo que muestra lo que fue hace poco más de una década una prisión de máxima seguridad. Todos sus guardianes eran blancos; todos sus reclusos, negros. Uno de sus inquilinos durante 20 de sus 27 años de prisión fue Mandela. A él, como al resto, le recibió un cartel que rezaba: "Servimos con orgullo". El servicio incluía palizas rutinarias, trabajos forzados y el derecho a escribir una carta cada seis meses desde los dos metros cuadrados que medían las celdas de aislamiento de los presos políticos; es decir, de los negros. El viajero puede estremecerse visitando las instalaciones, escuchando los testimonios de ex convictos y empapándose del espíritu de concordia que Mandela supo imprimir a los surafricanos, y que convierten a Ciudad del Cabo en la urbe más abierta y cosmopolita de África. La memoria del 'apartheid' Cape Town para los anglosajones, el corazón de la ciudad está en los jardines del casco histórico, la razón de ser de la metrópoli: cuando los holandeses se establecieron en 1652 plantaron árboles y cultivaron huertos para aprovisionar de madera y verduras a los buques y tripulaciones de la todopoderosa Compañía Holandesa de las Indias Orientales, como escala en su carrera con los portugueses por controlar la ruta de las especias. Entre plantas tropicales, árboles inimaginables y ociosos de todo color y condición, entre una buena colección de edificios históricos, destaca el Parlamento. Entre sus paredes de estilo neoclásico victoriano nació y murió el apartheid. Y allí murió también, asesinado, Hendrik Verwoerd, el padre de la segregación racial, a manos de un funcionario que actuó por "órdenes de una tenia" que se alojaba en sus entrañas. Asesinos y gusanos. Todo quedaba en familia. En los jardines radica también la South African National Gallery, en cuya colección permanente se puede contemplar una buena muestra del llamado resistance art. Desarrollado en la década de los ochenta como contestación al régimen segregacionista, esta corriente se centraba en la figura humana y preconizaba la implicación política y social de los artistas. Se sintetiza en el término africano ubuntu, que viene a decir que es más importante servir a la comunidad que alimentar el ego, y en la frase "una persona es persona entre otra gente". Así se siente el viajero cuando se mezcla entre los capetonians, el gentilicio con el que se designa a los ciudadanos de Cape Town, el nombre en inglés de Ciudad del Cabo. Sus habitantes se caracterizan por su talante liberal, su capacidad de disfrute y su carácter mediterráneo, lo cual no deja de ser paradójico en una ciudad que tiene como horizonte hacia el sur las gélidas aguas del Antártico. Esa sensación es fácil de comprobar mientras uno husmea por los tenderetes de artesanía africana del Greenmarket (con precios infinitamente más baratos que en el Waterfront), se sienta en las terrazas de las calles peatonales, visita las tiendas de marca de Adderley Street, o recorre Long Street, entre casas victorianas que acogen galerías de arte, restaurantes de diseño, la mayor condensación de la ciudad de alojamientos para backpackers (mochileros) y bares repletos de cerveceros y tahúres del billar. A Ciudad del Cabo se la conocía como la taberna de los mares, y sigue haciendo honor al sobrenombre; por ejemplo, en el Waterkant, un barrio que era un auténtico lupanar en el que recalaban los marinos, y hoy, la capital gay no sólo del país, sino de todo el continente. En sus restaurantes es fácil ver a familias enteras viendo espectáculos de travestis; en sus discotecas, los parroquianos lucen unos tórax y bíceps bruñidos en los aparatos de tortura de los gimnasios; en sus bares, cada vez más llenos de heterosexuales, es normal ver parejas de negros y blancos, de blancas y negras. El espíritu hedonista se prolonga por la fachada atlántica de Main Road, la arteria principal de Sea Point, plagada de hoteles del más variado pelaje, cibercafés o restaurantes belgas, japoneses o cubanos, al gusto del consumidor. Eso sí, la avenida está festoneada de guardias, negros, que vigilan la paz nocturna junto a carteles que rezan: "Armed response" ("Respuesta armada"). El pueblo del arco iris Las heridas del apartheid están todavía frescas. A pesar del rencor de unos y el resquemor de otros, entre los capetonians se aprecia el nuevo mestizaje. No en vano, en su catedral, Desmond Tutu se convirtió en el primer obispo negro del país en 1986. Tres años después encabezaría una marcha de 30.000 personas en la que pronunciaría las palabras que se han convertido casi en un lema local: "Somos el pueblo del arco iris", en referencia a la amalgama de orígenes de la ciudad. Allí se mezclan los apellidos holandeses, ingleses, alemanes y portugueses con los colores de los africanos, malayos, indonesios o indios llegados como esclavos o comerciantes. Un ejemplo de este mestizaje es el Bo Kaap, un barrio habitado por los descendientes de esclavos orientales (coloured, o coloreados), que hablan su propio dialecto. Pero el viajero puede escapar al embrujo de Ciudad del Cabo haciendo excursiones: a Table Mountain, un impresionante farallón de roca que se eleva a más de mil metros y que arrincona a la urbe contra el mar; a Muizemberg, un balneario digno de Tomas Mann donde Agatha Christie mataba el tiempo paseando por su inmensa y blanca playa y jugando con las olas; a Hermanus, para zarpar en un barquichuelo mientras las ballenas saltan a su alrededor; a los apacibles pueblos de False Bay; a los Boulders, para nadar entre pingüinos africanos; al parque nacional, para contemplar cebras y otros ejemplares de la fauna local; o trepar al cabo de Buena Esperanza, para asombrarse con el valor de los marinos que lo bordeaban para adentrarse en aguas del océano Índico. De vuelta, el viajero puede chapotear en las playas nudistas de la costa atlántica y terminar su periplo en Constantia, el barrio más chic de Ciudad del Cabo, rodeado de bosques y viñedos, para saborear los excelentes vinos de la región.
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  • Mestizaje, diversión y naturaleza en la ciudad más abierta de África
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  • El espíritu hedonista de Ciudad del Cabo
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