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  • Una pareja de gaviotas argénteas sobrevuela nuestras cabezas, grita y juega con las corrientes de aire al borde del acantilado. El cielo está cubierto, y el mar, de un tono plomizo y salpicado de borregos. De la roca, cortada casi verticalmente, cuelgan algunas diminutas terrazas con pasto. En una de ellas, un pescador lanza el anzuelo a una distancia considerable y el sedal se convierte en una línea que oscila como el hilo de una tela de araña. Mientras él trata de atrapar lubinas, jargos o doradas, su mujer y dos niños pequeños dormitan apretujados; es una escena que tiene algo de irreal: una familia despreocupada a treinta metros de altura, con una pared encima y el abismo a sus pies, como si hubieran sido las gaviotas quienes les han depositado en ese balcón de apariencia inaccesible. Tras una colina, hacia el interior, aparecen las primeras casas de la aldea de Pechón, un lugar que por su bello paisaje se presta a los paseos, además de servir como punto de partida para realizar excursiones por la zona. Situada al noroeste de Cantabria y perteneciente al municipio de Val de San Vicente, se encuentra en un saliente de tierra delimitado por la desembocadura de los ríos Deva y Nansa, entre las rías de la Tina Mayor y la Tina Menor. Hay casonas de pueblo junto a la carretera y residencias veraniegas de un estilo pintoresco que miran al mar con jardines de exuberantes hortensias rojas, rosas y blancas. En los prados de siega, algunos paisanos se afanan en recoger la hierba. Cuando la marea está alta, la playa del pueblo, llamada del Amió, a la que se llega por un camino en el que ha quedado una caravana comida por la maleza como vestigio de la época hippy, es pequeña y pedregosa. Pero como es habitual en el norte, cuando el mar se retira descubre un enclave diferente: aquí aparece un banco de arena perpendicular a la costa que muere en un islote de lastras de roca. El paseo por la playa, con mar a los dos lados y vistas del abrupto litoral, es muy agradable. Para los amantes del ejercicio moderado hay una excursión en canoa por el río Deva que parte de la cercana población asturiana de Panes. Provistos de bocadillos y bolsas estancas para las pertenencias, bajamos por el río con la ilusión de ver martines pescadores, lavanderas, garzas, mirlos acuáticos o nutrias. En la ribera hay sauces, robles, castaños, alisos y laurel. A los pescadores de salmones y reos (trucha migratoria) no parece alegrarles demasiado nuestra intromisión, y nos saludan con algún que otro exabrupto. El paseo acaba en Unquera, donde comienza la ría de la Tina Mayor, con las barcas multicolores varadas sobre el limo a la espera de la subida de la marea. Es una localidad no especialmente bonita, pero en la que hay casonas de indianos bien conservadas, y que sobre todo es famosa por sus corbatas, unos deliciosos pasteles de hojaldre. Para calibrar su éxito basta con ver al borde de la carretera los estrambóticos edificios consagrados a su venta, visitados por innumerables fieles en automóvil y hasta en autobús. Tras Pesués, por la carretera de la costa, se accede a un camino de tierra que bordea la ría de la Tina Menor por el este. Tras dejar el coche, y si la marea está baja, se puede pasear por una zona de dunas y marisma en dirección a la desembocadura de la ría. Hombres solitarios armados con cubos de plástico buscan navajas y lo que queda de la ría brilla con un tono verdeazulado. El terreno se ensancha -hay una playa a la derecha que crece, enfrentada a un acantilado de roca por el que baja una escalerita de aspecto liviano- y finalmente se abre al mar. La soledad y la belleza del lugar invitan a un baño aunque no haga calor. Un mar encrespado Poco más al este, junto a Prellezo, en la ensenada de Berellín, entre rasas y colinas, se encuentra una playa singular. En pleamar queda un espacio reducido desde el que no se ve mar abierto, tan sólo el accidentado roquedo, pero cuando la marea baja la arena gana terreno y surgen hendiduras en la roca a modo de pequeños compartimentos unifamiliares. Tras un recodo aparece un mar encrespado, con olas que se entrecruzan, enmarcado entre un cortado ocupado por el sempiterno pescador y una roca con un ojo. Si todavía necesitamos más excursiones, podemos acercarnos hasta Pimiango para visitar los restos de una abadía cisterciense entre encinas y ver las pinturas rupestres de la cueva del Pindal; o transitar por cualquiera de las carreteras de la región que nos llevan por montañas y valles hasta poblaciones tan conocidas como Carmona o Bárcena Mayor, o por la costa hacia San Vicente de la Barquera o Comillas. En Cantabria, motivos para hacer turismo no faltan.
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  • Una ruta por playas y pueblos de Cantabria con el mar de fondo
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  • Pechón, al compás de las mareas
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