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  • Algunos lugares parecen predestinados. L'Aínsa (así se llama este lugar en fabla o lengua vernácula) estaba predestinada por la geografía a ser lugar de encuentros. Allí se encuentran dos ríos, Ara y Cinca, y algunos corredores enlazan las montañas del norte -Peña Montañesa; las Tres Sorores, que noveló Ramón J. Sender- con las sierras acólitas del sur. Un lugar estratégico. Para encuentros y choques bélicos, inevitablemente, pero también para asuntos amistosos y mercadeos. Antes y ahora. Las ferias o escaramuzas medievales han dado paso al guirigay turístico, trenzando con hilos invisibles el pasado y el presente, como meros accidentes del terreno. En el pasado, tanta barrera fluvial y montuosa convirtió a este enclave en marca fronteriza. Hasta aquí llegaron los moros, pero no pudieron seguir mucho más. Y ésta fue también una de las primeras avanzadillas que perdieron; fue éste, por tanto, uno de los primeros reinos cristianos, el reino del Sobrarbe. Según la leyenda, surgido por una victoria milagrosa, que todavía se revive en la fiesta que llaman La Morisma; según crónicas más puntillosas, pudo ser Sancho el Mayor de Navarra el primer monarca cristiano, en los albores del siglo XI. No todo fueron peleas: con su carta puebla y los Fueros del Sobrarbe, L'Aínsa recibió credenciales para celebrar mercados y competir con la opulenta Jaca. Mercados que harían reventar, por estrecho, el cinto de murallas primitivo, y se refugiarían bajo los porches de una plaza Mayor crecida extramuros. La bonanza inicial se torció cuando L'Aínsa jugó con desatino sus cartas, tanto con los Austrias como con los Borbones: Felipe II y luego su hijo convirtieron el castillo medieval en un fortín, y cuando la guerra de Sucesión, Aínsa se apuntó al bando perdedor, en vez de unirse al partido borbón; en aquella guerra se perdieron las casas más nobles. La modorra duró hasta los pasados años setenta. Precisamente porque la gente se había bajado a la carretera, abandonando el mogote labrado como una proa por los ríos confluentes, el casco viejo se había mantenido casi intacto. Se le colgó la medalla de conjunto histórico, y el arquitecto Pons-Sorolla comenzó su rescate. También por entonces se recuperó la fiesta de La Morisma, cuyas representaciones habían quedado interrumpidas hacia 1930. De nuevo volvían los encuentros y el bullicio, esta vez para ofrecer la más suculenta pulpa de esta tierra: su propia belleza. La fiebre restauradora ha subido tantos grados que debiera empezar a preocupar. A estas alturas es imposible saber qué es de verdad antiguo y qué es nuevo. Se están levantando casas, ahora mismo, con dinteles fechados hace un par de siglos, y puertas y herrajes de sabe dios cuándo. ¿Está bien o está mal? Después de todo, ¿no hacían lo mismo los moros, y los cristianos que les siguieron, usando materiales de acarreo y pedruscos tallados por romanos o visigodos? El esqueleto del pueblo es el de siempre: dos calles, la Mayor y la Pequeña, cinchadas por una muralla con varios portales someros. Ese núcleo se quedó raquítico, creció la plaza Mayor extramuros y se alargó la muralla hasta el castillo. Un conjunto medieval arquetípico, con plaza porticada e iglesia románica de torre marcial. Otro reclamo del lugar son las fiestas. Primero, Las Navatas, el tercer domingo de mayo: los balseros que sacaban la madera de las montañas por el río Cinca volverán a descender sobre sus troncos desde Laspuña. Luego, en julio y agosto, el festival de música en el castillo. Y en septiembre, La Morisma (sólo los años impares).
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  • Plaza porticada, iglesia románica y torre defensiva en Aínsa, un pueblo-museo
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  • Memoria medieval en el Pirineo aragonés
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