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  • Recién estrenada la autopista a pie de acueducto y a punto de inaugurar la exposición de Las Edades del Hombre, la ciudad, patrimonio de la humanidad, se muestra espléndida, satisfecha en su madurez. Los tres pies sobre los que se asienta Segovia difícilmente pueden hallar parangón: el acueducto romano, la catedral gótica y el alcázar medieval. Sin embargo, con ser importantes estos atractivos, es la vida que fluye bajo las espectaculares piedras, el pulso joven, la actividad cultural inagotable, lo que marca un peculiar carácter que hace que la visita sea no sólo imprescindible, sino siempre diferente a sí misma. Una peseta El acueducto, del siglo I, uno de los monumentos romanos mejor conservados, impone al recién llegado su desbordante presencia. "¿Cómo pudieron?", se pregunta el neófito; "¡esto es una construcción!", responden para sus adentros, fascinados, ingenieros y arquitectos. La magna obra, trazada para llevar el agua hasta la ciudad, es propiedad municipal, y su precio, simbólico, una peseta; así, al menos, lo sigue calculando Antonio Ruiz Hernando, cronista oficial y director de la Real Academia de Historia y Arte de San Quirce, sin realizar todavía -ni falta que hace- la conversión: 0,006 euros. Tranquiliza saber que por una vez hay algo que no tiene precio y que, como algunas cosas hermosas de la vida, está al alcance de cualquiera, sin importar su nivel adquisitivo. Escenario permanente de citas de enamorados, umbral inequívoco del acceso a la ciudad, punto de encuentro de noctámbulos de pocos años que sueñan hazañas futuras a la luz de la luna llena, fondo inevitable de millones de fotografías y aún trágico trampolín de suicidios -los segovianos tienen muy fresco el recuerdo de la muerte, hace un par de años, de dos jóvenes amantes, que se lanzaron desde él-. Sus cifras impresionan: 29 metros de altura máxima en la plaza del Azoguejo, un recorrido de más de setecientos metros, 20.400 sillares empleados y 177 arcos que, en determinado momento, se adentran en el recinto amurallado. La muralla: he ahí, a pesar de su evidencia, uno de los secretos mejor guardados de Segovia. Si se circunvala la ciudad por un agradable paseo de ronda, parte de cuyo trayecto discurre a orillas del río Eresma, se contempla una muralla que abraza desde el siglo XI el perímetro urbano, tres de cuyas puertas aún se conservan. Y en ciertos tramos, adosadas a ella, pequeñas huertas que el Ayuntamiento ha puesto en alquiler y que algunos segovianos cultivan amorosamente, sobre todo durante los fines de semana, como se ve desde el Museo de Segovia, en proceso de remodelación para albergar sus colecciones de arqueología, bellas artes y etnología. Los pasos perdidos Existe una Segovia decorado y una Segovia piel; una Segovia razón y una Segovia corazón; una Segovia multitudinaria y, al caer la noche, una Segovia capaz de devolver el eco de los pasos perdidos. Sucede con muchos lugares receptores de un turismo masivo, de autocar, que desembarca a primeras horas de la mañana y regresa a su punto de partida cuando declina la tarde. La proximidad de Madrid la pone ineludiblemente bajo su órbita (apenas cien kilómetros, mucho más cómodos ahora con la autopista, y que se recorrerán en unos 25 minutos con el futuro AVE). Por eso, de tener la más mínima posibilidad de elección, habrá de reservarse el descubrimiento, el disfrute, para al menos tres o cuatro días y, desde luego, fuera del fin de semana. Es la diferencia entre sentirse dueños de unas piedras que parecen haber sido puestas ahí por los siglos precisamente para nuestro deleite y verse envueltos en una marea humana que el buen tiempo y Las Edades del Hombre no harán más que acrecentar. La calle Real marca el hilo conductor. Por ella habrá de deambular el visitante, arriba, abajo, dejándose llevar por sus ramificaciones, y volviendo siempre a su peatonal, placentero y bullicioso cauce. Nacida junto al acueducto, en la plaza del Azoguejo, desemboca en la plaza Mayor -tras llamarse, sucesivamente, Cervantes, Juan Bravo e Isabel la Católica-, en uno de cuyos flancos se alza la catedral, gótica de los siglos XVI y XVII. El templo exhibe, unida a su rotundidad, una gracilidad femenina; junto a la sólida presencia de su torre, ahora aherrojada de andamios -hay quien la prefiere así, porque así la reprodujeron los pinceles de Anton Van Den Wyngaerde, que trabajaba a las órdenes de Felipe II-, la redondez de las cúpulas. El atardecer de primavera en esta plaza, cuando el cielo se tiñe de un azul intenso que parece trazado expresamente por mano firme (esa "ciudad de la luz" de la que hablaba María Zambrano), mientras las farolas se empiezan a prender y la catedral a iluminar, constituye un espectáculo que los visitantes contemplan fascinados y los segovianos disfrutan, a pesar de su cotidianidad: hay que ser muy sensible y muy sabio para buscar la sorpresa permanente de la belleza. Las terrazas de los bares y restaurantes de la plaza, los bancos públicos, constituyen entonces el punto de cita imprescindible: el lugar adecuado, a la hora adecuada. En ellos se mezclan naturales y foráneos, mientras los niños juegan en el templete que se alza en medio, algunos realizan las últimas compras del día y los afortunados que la han de atravesar ineludiblemente regresan a casa después del trabajo. Guerrera y cortesana No estaría el trípode monumental completo sin la visita al alcázar, esa espectacular mole, guerrera y cortesana, erigida a partir de los siglos XII y XIII sobre una roca que domina los valles del Eresma y del Clamores. Los siglos, y sobre todo el arrasador incendio de 1862, la fueron modificando hasta convertirla en la construcción actual que, según la leyenda, inspiró a Walt Disney para levantar su celebérrimo palacio de Blancanieves. El alcázar es, también, un fiable medidor del flujo turístico: más de seiscientas mil personas pagaron su entrada en 2002. Para llegar hasta allí hay que deambular y hay, sobre todo, que atravesar el barrio de las Canonjías, lleno de sabor, donde abundan los arcos escondidos, las fachadas aparentemente anodinas que encierran espectaculares patios (la vista aérea de Segovia la muestra con una impresionante masa arbórea; parte de ella se deja ver y sentir por encima de las tapias), las placitas solitarias y los rincones más allá del tiempo. El callejeo sin rumbo, el acceso al alma de la ciudad a través de su pulso cotidiano, el impacto visual, emotivo, al margen de fechas, estilos y referencias artísticas, es uno de los placeres reservados a quien se acerque con la calma necesaria. Es entonces cuando surgen muchos de los atractivos que justifican por sí solos la visita, pero que, a veces, aplastados por la presencia de la majestuosa trinidad -acueducto, catedral y alcázar-, corren el peligro de caer en el olvido. Iglesias románicas Así sucede con las 25 iglesias románicas que permanecen en pie. Algunas, por fortuna, toman al asalto los ojos del visitante, como San Martín, del siglo XII, en la plaza de Medina del Campo, o de las Sirenas, junto a la escalinata en la que se encuentran la estatua del comunero Juan Bravo, el torreón de los Lozoya y, al fondo, el espléndido Museo de Arte Contemporáneo Esteban Vicente, ubicado en el que fuera palacio de Enrique IV. Al abrigo de la escalinata se sitúa, en cuanto el tiempo lo permite, un veterano fotógrafo, Ángel Román, con su cámara de madera en ristre, reinventando para deleite de propios y extraños el viejo arte de la fotografía. A menudo, un muchacho o una muchacha, de espíritu tal vez un tanto bohemio, componen inamovibles figuras humanas ante la fascinación incrédula de los más pequeños, que sonríen cuando cambian de postura a la llamada del tintinear de las monedas. También persigue al paseante San Esteban, cuyo campanario -de cinco cuerpos y 50 metros de altura- constituye toda una lección viva del mejor arte románico; en la misma plaza se alza el palacio Episcopal. Otras, sin embargo, hay que ir a buscarlas. Es el caso de San Juan de los Caballeros, próxima a la calle de San Juan, en tiempos vivienda y taller del ceramista Daniel Zuloaga, y hoy museo de la obra familiar, así como sala de conciertos y exposiciones. Y San Millán, de comienzos del siglo XII, cercana al acueducto (junto a la avenida de Fernández Ladreda), con originales capiteles labrados. Y San Justo, también extramuros, que muestra interesantes pinturas románicas. La iglesia de la Vera Cruz, en el barrio de San Marcos, camino de la colación de Zamarramala (célebre por la fiesta de sus alcaldesas), es del siglo XIII, tiene planta dodecagonal y una nave circular que recuerda el Santo Sepulcro de Jerusalén. El desfile de antorchas en Viernes Santo, durante la procesión del Santo Entierro que va desde Zamarramala hasta la Vera Cruz, constituye una imagen, tanto si se vive desde dentro como si se contempla desde la atalaya del alcázar, difícil de olvidar. Cae la noche sobre Segovia. Si es martes o jueves, en el viejo Santana, en la calle de los Vinos (es inútil preguntar por su nombre oficial, calle de Infanta Isabel; de todas formas, no tiene pérdida: sale, o desemboca, según se mire, en la mismísima plaza Mayor), los más jóvenes se apiñarán para escuchar el flamenco abstracto de Pollito de California, los aires folk de Finisterrae, el rock nostálgico de los Guadalupes o la música de Víctor Abundancia. Hay otra posibilidad, más íntima, los primeros viernes (y, a veces, los terceros) de cada mes en El Saxo Bar, en la calle del Seminario: jazz y blues en directo, en un clásico ubicado en un antiguo colmado de puertas de madera. La vida que es, la vida que ha sido y la vida que será. El trípode invisible sobre el que de verdad se asienta la ciudad.
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  • 'Las Edades del Hombre' abre sus puertas en la ciudad castellana el 8 de mayo
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  • Segovia, el arte de mantenerse viva
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