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  • Aparece, en un recodo del intrincado camino, altiva y enhiesta en la cúspide de su castillo, circular y sosegada en el caserío que se arracima escalonadamente, sólida y autosuficiente en la muralla que la abraza. Morella (Castellón) es un hito viajero en una Comunidad Valenciana repleta de destinos de sol y playa. A medio centenar de kilómetros de un Mediterráneo que acoge incluso a quienes lo maltratan, une ahora a sus siempre crecientes atractivos una exposición, La memòria daurada, que muestra parte de lo que los obradores morellanos produjeron entre los siglos XIII y XVI a mayor gloria de Dios y de los hombres. El escenario es la arciprestal de Santa María la Mayor, prodigio gótico de los siglos XIII y XIV, cuya puerta de los Apóstoles y de las Vírgenes constituye un retablo artístico y evangélico que emociona a cuantos, cámara en mano, se acercan hasta allí. Para llegar habrán tenido que subir, que bajar, cuestas, callejas, escalones. A su sombra se producen algunas de las celebraciones festivas más importantes en una ciudad que se caracteriza por su abundancia. En San Antón (17 de enero) se representa, en la helada medianoche, la Vida del Sant, en un escenario alzado delante de la filigrana en piedra; las tentaciones -inútiles, aunque persistentes- al santo eremita culminan con la quema de una espectacular barraca piramidal, compuesta por troncos y ramas de árboles, en torno a la cual van y vienen ángeles y demonios. En Corpus, personajes del Antiguo y el Nuevo Testamento desfilan procesionalmente por las mismas calles que durante el Sexenni (cada seis años, el próximo en 2006) serán surcadas por uno de los retablos festivos más fascinantes que imaginarse pueda. Para acoger a la Virgen de Vallivana en su extraordinaria visita, que se repite desde 1673, manos morellanas (femeninas, fundamentalmente) habrán trabajado en largas veladas, durante meses y meses, creando adornos en papel de seda que embellecen aún más el recorrido ciudadano. Obras de rehabilitación El trabajo y la fiesta: he ahí dos de las características fundamentales de un lugar antaño aislado, de difícil acceso por carretera hasta tiempos recientes, donde los masoveros han tenido que ir, durante siglos, arrancando duramente a la áspera tierra bancales escalonados. Pero los morellanos no se arredran fácilmente. Si hay que hacer una fiesta, trabajan y la hacen, y si hay que mimar, cuidar, embellecer, restaurar y ofrecer al mundo el solar de sus antepasados, ponen sin dudarlo manos a la obra: llevan años luchando para que la capital de la comarca de Els Ports sea declarada por la Unesco patrimonio de la humanidad. En ese largo camino desempeña un papel importante la escuela taller municipal, en cuyas manos están muchas de las permanentes tareas de rehabilitación. Esa manera de entender la vida hace, entre otras cosas, que una población de 2.800 habitantes disponga de 2.000 plazas de restauración: si todos los morellanos decidieran el mismo día, a la misma hora, salir a comer a uno de sus 22 restaurantes, habría capacidad para acogerlos; como dice un hostelero, "organizados, caben". Disfrutarían, como puede hacerlo cualquier forastero, de sus afamadas trufas, quesos, miel, curados, caza, patés y postres caseros. Otro tanto puede decirse del comercio: poco a poco, las tiendas han ido configurando una oferta donde el continente no desentona del contenido. Recuerdos de calidad (entre ellos, las piezas textiles, herederas remotas de las afamadas mantas morellanas, y los productos gastronómicos), con precios en consonancia, frente a los souvenirs costeros. Un proyecto a debate Además del sólido y ordenado caserío, con viviendas solariegas y escudos nobiliarios, la delectación de los sentidos prosigue con la contemplación del Ayuntamiento (gótico de los siglos XIV y XV), del antiguo convento de San Francisco, del XIII -sujeto de un controvertido proyecto para convertirlo en parador de turismo: el claustro, que ahora se puede visitar, pasaría a ser espacio privado del establecimiento-, y del castillo, donde se hizo fuerte el general Cabrera (el Tigre del Maestrazgo) durante las confrontaciones carlistas del XIX. Las hermosas piedras se completan con las 16 torres y seis puertas (entre ellas, las de San Mateo y San Miguel, del siglo XIV) que jalonan los casi dos kilómetros y medio de muralla, espectacular -lo mismo que el castillo- en su iluminación nocturna, y los concurridos porches de la calle de Blasco de Alagón, repleta de comercios y a cuyo abrigo se juegan, en cuanto el tiempo lo permite, reñidas aunque sosegadas partidas de cartas y dominó. La huella de los dinosaurios, que anduvieron por aquí hace 65 millones de años, se recoge en el museo Temps de Dinosaures, ubicado en las torres de San Miguel y cuya ampliación ocupará la capilla del mismo nombre, en proceso de restauración. También hay un museo del Sexenni en la iglesia de San Nicolás, del siglo XIII. Pero en este casi verano, el foco de atracción se concentra en la arciprestal de Santa María la Mayor, escenario de una exposición que ha servido para que los habitantes de Morella, tan apegados a su ciudad, tan orgullosos de ella y tan profundos conocedores de todos y cada uno de sus avatares (su bibliografía es hermosa, sólida y abundante), descubrieran el restaurado coro, así como la policromía de su labradísima escalera, enroscada a una columna y oscurecida por el paso de los siglos, los humos y la historia. La música del órgano de Turull, de 1719, uno de los órganos históricos monumentales más importantes de España, acompaña el devenir religioso y festivo de unos hombres y mujeres que han hecho del respeto al pasado el más firme bastión de futuro.
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  • La población castellonense expone el legado de sus artistas
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  • Morella, el oro de la memoria
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