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  • Llegué al pequeño aeropuerto de Victoria Falls con poco tiempo y bastante despistado. Había decidido escaparme por unos días de Suráfrica y no había tenido ni tiempo de consultar una guía ni de hacerme el visado para entrar en Zimbabue. Confiaba, sin embargo, en que esto no sería un obstáculo insalvable. "Los grandes problemas tienen en África fácil solución", me había dicho unos días antes un amigo africano. Tenía razón. Conseguí un visado rápido en el mismo aeropuerto, a cambio de 30 dólares, y unos minutos después viajaba en un taxi destartalado en dirección a las cataratas. Llegando como llegaba de Suráfrica, donde las carreteras parecen autopistas alemanas, me alegró encontrarme con una de esas genuinas carreteras africanas, con rectas infinitas, amplio arcén de tierra roja, calor sofocante, árboles que alargan la sombra hasta lo indecible, gente que camina con pesados fardos a la espalda, baches frecuentes, polvo en abundancia y tenderetes improvisados. La guinda la puso un cartel de peligro con la silueta de un elefante en el centro."Al atardecer, a veces cruzan la carretera", me aclaró Mike, un taxista simpático, de esos siempre dispuestos a ayudar. Por cierto, no tenía reserva en ningún hotel, pero Mike me tranquilizó: sería fácil encontrar una habitación a buen precio, ya que la afluencia turística había bajado bastante últimamente. Cuando le pregunté hasta qué hora podían visitarse las cataratas, consultó el reloj, torció el gesto y murmuró que no quedaba mucho tiempo. -Cierran a las seis, en una hora. Mejor dejarlo para mañana. -¡Nada de eso! -repliqué, impaciente por asistir a una de las grandes maravillas de la naturaleza africana-. ¡A las cataratas! Atravesamos en un santiamén el pueblo de Victoria Falls -una sucesión de hoteles, bares, agencias de viaje y tiendas para turistas- y a las cinco y cuarto estábamos en la entrada del recinto de las cataratas. Rechacé el impermeable de alquiler que me ofrecían -no había tiempo que perder-, pagué la entrada y me dirigí hacia el lugar de donde salía un ruido ensordecedor. Cuando me crucé con un grupo de alemanes con botas de agua, largos impermeables amarillos y sombreros a juego, me asaltó la duda de si había hecho bien rechazando el impermeable, pero ya era tarde. De repente, la exuberante vegetación se abrió y surgió ante mí todo el esplendor blanco de las cataratas Victoria. Todo el esplendor... ¡y toda el agua! Fui avanzando sin salir del estado de trance en que me hallaba, llenándome los ojos de aquel espectáculo mágico, sintiendo cómo el agua azotaba mi rostro, cegado por una profusión de cascadas y de arco iris y por la visión de aquella garganta que era como una caldera enorme de la que emergía una gigantesca nube de vapor. Fueron unos minutos de éxtasis. Una hora después abandonaba el recinto completamente empapado, pero feliz. Mike, el taxista, se rió al verme empapado. Subí al taxi en silencio y dejé que me llevara al hotel que él quisiera. Le iba respondiendo con monosílabos, por miedo a romper la memoria de las imágenes que atesoraba en la mente, y cuando me preguntó si había visto la estatua de Livingstone, le respondí que sólo había visto el esplendor de agua en medio de la selva, un juego constante de cascadas y un recital de arcos iris que parecían jugar al escondite. Al día siguiente, al alba, regresé a las cataratas. Aún no habían abierto y yo ya estaba en la puerta. -El último en marchar y el primero en llegar -dijo el guardia al reconocerme, y sacudió la cabeza como si pensara: "Están locos estos extranjeros". La segunda vez no estuvo mal, pero ya no fue lo mismo. Embutido en un impermeable ridículo, contemplé extasiado la salida del sol sobre el río Zambeze, vi cómo el ancho y caudaloso río se desplomaba al llegar a la larga y sinuosa cicatriz que dibujan las cataratas en el terreno, admiré la gran nube que nacía de la garganta... y hasta dediqué unos minutos a contemplar la estatua del doctor Livingstone. Salí completamente seco del recinto, pero también sin la euforia del día anterior. Realicé el recorrido tal como me sugirió un guía, desde donde el río se acelera hasta el puente de hierro que marca la frontera entre Zimbabue y Zambia. Espectacular. El primer europeo que llegó a las cataratas fue, en 1855, el célebre doctor Livingstone, el explorador por excelencia. Lo hizo remontando el río Zambeze desde el Índico en un viaje que buscaba adentrarse en el corazón de África. Fascinado por la fuerza de las cataratas, cometió el pecado de ignorar el poético nombre local de el humo que retruena para bautizarlas con el nombre de su reina. 500 metros de vapor Lo de el humo que retruena es muy adecuado, ya que desde muy lejos puede distinguirse la nube de vapor, de hasta 500 metros de altura, que generan las cataratas en su caída atolondrada. Si nos centramos en las cifras, estaremos de acuerdo en que las de las Victoria abruman. Miden 1,7 kilómetros de ancho y tienen entre 90 y 107 metros de caída. Cuando el río va fuerte -normalmente en abril y mayo-, pueden llegar a caer cinco millones de metros cúbicos por minuto. Un exceso. Cuentan los que las han visto desde el aire que las cinco grandes cascadas que forman las Victoria dibujan una especie de ese que converge con una fuerza inusitada en la garganta del Zambeze. Es allí donde nace la gran nube que retruena. Convencido de que nada podía superar la sensación del primer día, rechacé la cara tentación de sobrevolar las cataratas en avioneta o helicóptero, y dediqué lo que quedaba del día a navegar en canoa por el Zambeze, con el permiso de cocodrilos e hipopótamos. Fue un paseo agradable. Por la tarde sentí la emoción de descubrir grupos de elefantes entre los gigantescos baobabs que pueblan las orillas del río. A continuación, siguiendo las indicaciones de Mike, el taxista, crucé el puente que separa Zimbabue de Zambia y observé las cataratas también desde el otro lado. Fue de nuevo impresionante. En medio del puente, por cierto, un grupo de turistas británicos que habían llegado en un tren de época jugaban a Memorias de África, con un sirviente negro vestido en plan colonial ofreciéndoles champán frío. Junto a ellos, los emigrantes de Zambia que cruzaban a pie les lanzaban incrédulas miradas. Al atardecer, mientras bebíamos una cerveza marca Zambezi en el Hunters Bar, en pleno centro del pueblo de Victoria Falls, me encontré contemplando embelesado la etiqueta de la botella, que incluye en su centro una foto de las cataratas Victoria. Mike se dio cuenta y se rió de mi obsesión. -Tienes que regresar cuando haya luna llena -me dijo-. Entonces dejan entrar a las cataratas de noche y el espectáculo es único. Me imaginé por un momento las cascadas bajo esa luz blanca nocturna. Por desgracia, no habría plenilunio hasta pasados diez días. Le dije a Mike que en esta ocasión tendría que marcharme sin ver las cataratas de noche, pero que podía dar por seguro que algún día volvería. Cuando hubiera luna llena. - Xavier Moret (Barcelona, 1952) ganó el Premio Grandes Viajeros 2002 con su libro sobre Islandia La isla secreta (Ediciones B).
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  • El gran espectáculo de las cataratas Victoria, entre Zimbabue y Zambia
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  • La magia del 'humo que retruena'
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