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Una opción tranquila al barullo de la Costa del Sol es el lodge de evocación afromediterránea creado por Myriam Pérez-Torres y Juan Enrique Mendoza en una urbanización de la nueva milla de oro de Estepona, a escasa distancia de la playa. Con un estilo que recuerda, en ocasiones, a los cortijillos de la sierra sevillana y, en otras, a las cabañas del Serengueti, el hotel toma su nombre del color albero que lo envuelve como un celofán de azaleas, hibiscos y palmeras desparramadas por el jardín. En ese aire de libertad eternamente primaveral, el zumbido de la autovía próxima se percibe como un vago telón de fondo, pero la ambientación de sus interiores y su constante envite a permanecer en el cascarón amortiguan cualquier molestia del exterior.
Cada habitación habla un lenguaje diferente. Paredes burdeos, molduras blancas, muebles de mimbre, alfombras orientales, sombreros antiguos y espejos barrocos en el salón de estar. Ronda, rústica y cálida: un primor desayunar en su terraza. Nueva York, en blanco y negro, muy retro. Madrás, exótica y oriental. Deauville, pintada de azul y oro. Berlín, minimalista. Florencia, Yerba... y Fez, la preferida de la clientela fiel, en tonos añil con mosaicos. Difícil tomar una decisión, aunque la más pequeña, Rover, en estilo inglés, no es apta para claustrofóbicos.
Los propietarios suelen estar ausentes durante la temporada baja. No obstante, el servicio resuelve las necesidades del huésped con intuición y emotiva amabilidad. A menos que se acepte un plato frío de cena, lo propio es salir en coche a buscar un restaurante. ¿La Menorah, de Estepona, quizá? Los desayunos se sirven en el porche. Un delicioso rincón de mimbre para olvidar el estrés marbellí y perdonar el plastificado del condumio, algo insulso y frugal.
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