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  • La espantada se hace eterna para Bali, que vive del turismo, aunque es verdad que empieza a despuntar cierta recuperación. Es (era) destino de 1,3 millones de huéspedes al año. De la noche a la mañana, dejaron de fluir los visitantes. Las cifras oficiales apuntaron una caída del 75% al 14% de ocupación hotelera, pero muchos empresarios reconocían haber pasado del 90% a cero. Para colmo, la reciente crisis de neumonía atípica en países vecinos estranguló vías de acceso, como Singapur. La predicción del ministro de Turismo indonesio, Gede Ardika, de que a finales de este año todo habrá vuelto a la normalidad tiene, sin embargo, más visos de voto o de plegaria que otra cosa. ¿Hasta cuándo podrá la maquinaria turística prescindir de esta bicoca? Porque Bali es un mito viajero. No sólo para parejas en luna de miel, ávidas de emular a Mick Jagger (quien se casó en Ubud a principios de los noventa) y a otros famosos del corazón (algunos con apellido español, como Alejandro Sanz). Esta isla algo más grande que Mallorca es una de las 3.000 que componen el mosaico de Indonesia. Pero es una isla peculiar: la única de religión hindú (en un entorno musulmán), con un hinduismo a su vez muy liberal (venden y comen carne de vaca), impregnado de un animismo primordial: las montañas, los ríos, los árboles, todo es sagrado. Las ofrendas se prodigan no sólo a los dioses, sino también a los espíritus de los antepasados, de las fuentes, de los bosques y de los caminos; a los genios benéficos e incluso a los malignos. No hay en Bali una sola casa que no tenga su altar doméstico, no hay un solo puente o cruce de caminos sin ofrendas a la vista, ni un solo arrozal sin la escueta capillita donde depositar, tres veces al día, una bandejita de palma con arroz, pétalos de flores y barras de incienso. Toda Bali es un espacio sagrado, y las ofrendas llegan a acolchar las pisadas, como las hojas caídas en un jardín otoñal. Esto no lo entendieron del todo los turistas australianos que convirtieron parte del sur isleño en reino del sun, surf and fun (sol, surf y juerga). En Kuta (al sur de la capital, Denpasar), en Nusa Dua, en Benoa y otras islas-satélite, el ambiente playero es similar al de otras rivieras turísticas donde el termómetro no baja de 25 grados, con todo lujo de deportes acuáticos, locales nocturnos, restaurantes cosmopolitas y resorts de ensueño, tiendas y más tiendas. Carreteras del interior El resto de la isla -es decir, casi toda- es otra cosa. Con ser relativamente chica, parece un mundo. Moverse por las precarias carreteras del interior consume mucho tiempo, pero ofrece mucho a cambio: será difícil no encontrarse cada día con alguna procesión de campesinos, con alguna ceremonia o rito funerario. La incineración es particularmente festiva, con torres en forma de toro y gran profusión de banderolas ceñidas a cañas de bambú, como llamas gualdas (símbolo de sacralidad) y albas (símbolo de pureza). El sonido de algún gamelán (orquesta tradicional de percusión) junto al humo del incienso y el destello de colores convierten cada instante en una burbuja mágica. Esta atmósfera embriagadora se respira de forma intensa en Besakih, el lugar más sagrado de Bali. Allí, bajo el volcán Agung, se escalona una suerte de ciudad santa, con docenas de templos apretados, cuajados de torres con siete, nueve y hasta once tejados superpuestos, según su categoría. Los domingos, sobre todo, aquello se convierte en una piadosa kermés. Familias enteras, con trajes de fiesta y granos de arroz adornando las mejillas, suben ordenadamente hasta alguno de los recintos, presentan las ofrendas y cumplen sus rezos; despachan después las dádivas, junto con otras viandas, esparcida la parentela en corros por la hierba, a modo de pic-nic. Hay otros enclaves sagrados no menos cautivadores. En el lago Batran, bajo cumbres enredadas con las nubes, un racimo de templos se adentra en el agua. En Tanah Lot, un templo marino encaramado como una lapa a un farallón negruzco, tienen patentados los mejores atardeceres de Bali. Otro santuario misterioso es Goa Lawa, o Cueva de los Murciélagos, donde miles de ellos se arraciman. Junto a este templo se extiende la playa negra de Kusamba, una aldea de pescadores; ver partir, o llegar, a las balandras en forma de pez y con colores vibrantes es toda una fiesta. A escasos metros de la playa, las mujeres se afanan en salar o preparar conservas, cociendo las capturas en cestas de bambú sobre bidones convertidos en fogón. Escenas y gestos como éstos abundan en los pueblos, en los mercados, en los arrozales omnipresentes, tendidos en bancales y arropados por una jungla de bananos, cocoteros y cafetales. Y cautivan más que las bellezas paisajísticas, los templos, los tesoros coloniales, las danzas y representaciones que ofrecen cada día a los foráneos (como la saga del Barong o dragón bueno, en Batubulang) o de forma ocasional, como los títeres de sombras (o wayang kulit, con marionetas de cuero). Cuando el primer navío europeo, un bergantín holandés, arribó a las costas de Bali, en 1597, los marineros se desperdigaron y el capitán tardó dos años en volver a reunirlos, y no a todos. Cuando el turista se tiene que arrancar de Bali, comprende bien a aquellos felices desertores, tan cargados de sentido común, aunque no siempre se pueda imitarles.
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  • Una atmósfera de magia y misticismo impregna el destino indonesio por excelencia
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  • Bali, retorno a la isla de los espíritus
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