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  • No hace mucho, Cap Ferret era uno de los secretos mejor guardados de la costa atlántica de Francia. Una estrecha península que cerraba el paso al océano, a la entrada de la laguna de Arcachón. Tan sólo algunos criadores de ostras habían instalado sus barracas. Hasta que una pandilla de chiflados se enamoró de esta punta de arena herbosa y salvaje de 20 kilómetros de largo, limada por los vientos, las corrientes y las mareas, a 45 minutos escasos de Burdeos. Habían encontrado su felicidad: locos de la vela por el lado de la laguna, fans del surf por el lado del océano, y amantes de la vida tranquila, fueron los primeros en instalarse junto al faro de la punta. Mientras que Arcachón continuaba siendo el destino elegante, Cap Ferret se convertía en el paraíso de los bo bos (bohemios burgueses) antes de que se conocieran por ese nombre. Hoy, la península de Cap Ferret no es sólo el refugio de unos cuantos Robinsones. Los veraneantes han llegado, las casas han brotado, y a éstas les han seguido los cámpings y supermercados. En verano, los turistas de un día se extenúan en los atascos de la única carretera que conduce al cabo. Sin embargo, Cap Ferret no ha perdido su encanto despeinado, extraña mezcla de lo auténtico y de lo chic bohemio. El paseo que va desde el pueblo de Lège, del que depende administrativamente Cap Ferret, hasta la punta es testigo de ello. Los pueblos ostrícolas Parada indispensable en la ruta son los pueblecitos ostrícolas de Piraillan, Le Canon et L'Herbe. Son un dédalo de cabañas construidas sobre la arena, a ras del agua. Con aspecto de miniatura del Lejano Oeste, donde por la tarde el chapoteo de las jaulas de ostras reemplaza al ulular de los coyotes. Las barracas reparadas con mimo por los veraneantes flanquean las peculiares casetas de los pescadores. Se va allí a degustar sin ceremonias una docena de ostras y un vinito blanco a la hora del aperitivo. Es obligado visitar, en L'Herbe, la capilla de la villa argelina, vestigio de los amores coloniales de un magnate local, y el Hôtel de la Plage, un sitio pintoresco que combina las funciones de tienda de ultramarinos y bar. Aunque las habitaciones son de confort modesto, el restaurante es totalmente recomendable. La arquitectura de madera Más lejos siguiendo la carretera se adivinan más que verse, ocultas entre los pinos, algunas de las casas más bellas del lugar: asentadas sobre el agua, con embarcadero privado donde se amarra la pinasse, la embarcación típica de la laguna, una barca con fondo y con la proa graciosamente levantada como las góndolas venecianas. Muchas arquitecturas de madera de inspiración californiana, sobria y funcional. La mejor vista se obtiene en barco, en uno de los recorridos turísticos de la laguna en lancha. Las playas salvajes Avanzando hacia la punta, en todo momento puede uno desviarse a la derecha, en dirección al océano, hacia Grand Crohot, Truc Vert o L'Horizon. Los valientes circulan en bicicleta. Cincuenta kilómetros de pistas de cicloturismo asfaltadas surcan la península. Se desemboca, al otro lado del pinar, sobre la playa inmensa y desierta incluso en pleno mes de agosto, a excepción de los sitios de baño vigilado: una necesidad en esta costa peligrosa, barrida por las largas olas rompientes. En la punta Al final de la carretera, por fin, Cap Ferret. Pequeña estación balnearia tranquila bajo las mimosas. Una vuelta por las tiendas de decoración descubre las claves del estilo del cabo: un revoltijo de influencias marinas y exóticas. Las obligadas pátinas y la pintura blanca en la madera, los motivos de estrellas de mar y conchas, las telas blanquiazules y el mobiliario indonesio. Imprescindible la visita al faro (al que se puede subir), al barrio de los pescadores con vista sobre Arcachón y a la duna de Pyla y las calles cerca del Hôtel des Pins. En la punta, el faro y su aspecto de fin del mundo. Las 44 hectáreas Apartado de las calles comerciales, junto al faro, un discreto nudo de caminos de tierra. Es aquí donde comenzó todo, cuando una pandilla de ovejas negras de la burguesía bordelesa compraron en copropiedad 44 hectáreas en esta punta de arena inestable y desértica para construir casas informales. Hicieron del territorio el antídoto a la vida mundana de las familias que pasaban el verano en el campo al otro lado de la laguna. Hoy, las 44 hectáreas son el lugar más selecto de Cap Ferret. La única amenaza que planea sobre este cerradísimo club es el oceáno. En cada temporal amenaza con hundir toda la punta. 'Chez' Hortense Bajo su aspecto de merendero bullicioso, es el restaurante más frecuentado del cabo. A dos pasos, evidentemente, de las 44 hectáreas. Eso sí, la cuenta resulta carísima. Se viene a degustar ostras calientes o los insuperables mejillones al jamón de Bayona al estilo de Hortense. Y aunque les sirvan el mejor rodaballo, lo cortarán con simples cubiertos de cantina. O se es cabo o no se es.
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  • Las claves para enamorarse de Cap Ferret, en la costa atlántica francesa
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  • Una península de hierba salvaje
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