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  • Llovía en Nantes la primera vez que viajé a esa ciudad, y recuerdo que pensé de inmediato en aquella canción tan triste de Bárbara, una canción sobre la muerte de su padre: "Il pleut sur Nantes / Donne-moi la main / Le ciel de Nantes / Rend mon cœur chagrin". El cielo de Nantes, siempre encapotado, dicen algunos. En mi siguiente viaje a esa ciudad, tal vez porque era pleno agosto, la supuesta eterna lluvia de Nantes quedó desmentida a conciencia por un sol de plomo, que parecía salido del centro de un volcán del interior de la tierra, como si el sol quisiera homenajear a la ciudad natal de Julio Verne. Me dije que a Nantes, la ciudad más importante de la Bretaña, la lluvia le daba sentido y el sol la desfiguraba. A Nantes seguramente hay que ir en invierno. Es la época en la que suele visitarla Joan de Sagarra, que año tras año viaja de Barcelona a Nantes para acudir a un almuerzo del Club de los Pulpos, también conocido como la Cofradía del Nautilus, una reunión anual de amigos del Capitán Nemo. La cofradía tiene más de una docena de miembros, todos grandes admiradores de Verne, aunque, cuando se reúnen, apenas hablan de los libros de éste. Según he podido saber, en el más reciente de estos almuerzos, presidido por el pintor Pierre Perron, se habló básicamente de las películas de Jacques Tati, que rodó Las vacaciones de Monsieur Hulot en un solitario hotel de la playa de Saint-Marc-sur-Mer, cerca de Nantes. Aunque remozado -lo que no es equivalente de mejorado-, sigue estando ahí, todavía bastante solitario, ese hotel bretón sobre la playa atlántica. También solitario, en un mirador cercano, puede verse mirando al mar a Monsieur Hulot, convertido en una estatua de bronce, un tanto solemne desde que algún admirador de Tati le robara recientemente la pipa. Un comercio triangular Volvamos al Club de los Pulpos, es decir, a Nantes, antigua ciudad de negreros y poetas, hoy puerto y capital del departamento de Loire-Atlantique, a unos cincuenta kilómetros de la desembocadura del río Loira. En el siglo XVIII conoció un esplendor único. Hasta que no construyeron un puerto de aguas profundas en la desembocadura del río, en Saint Nazaire, la ciudad de Nantes, con su potente casta de armadores y traficantes, fue el puerto francés más importante para el comercio con el Caribe y África. Los barcos de los grandes armadores establecían en la Venecia del Oeste un comercio triangular entre el puerto de Nantes, la costa africana y las islas. Partían con pacotilla fabricada en la ciudad que cambiaban por negros, los cuales más tarde eran vendidos a los propietarios de las plantaciones de Santo Domingo y Martinica, y regresaban a Nantes con las naves cargadas de azúcar, café, jengibre, cacao y tabaco. Días de grandes aventuras. De aquel esplendor antiguo habla Alberto Savinio cuando, a propósito de Verne (que en su infancia debió de escuchar el eco de tantas aventuras), nos cuenta que en el corazón de aquella Nantes, los negreros -conocidos como "los plantadores de Santo Domingo"- habían edificado un barrio privado, una ciudad de Las mil y una noches, palacios sostenidos por cariátides, jaulas sonoras de pajarillos de las islas, plantas barbudas y flores espantosas como fuegos artificiales: "Cuando Verne paseaba siendo joven por los canales de ese puerto fluvial y la vista se le extasiaba ante los bergantines y los paquebotes flamantes, los plantadores de Santo Domingo habían muerto hacía tiempo y sus riquezas se habían disipado, pero un tenue resplandor del antiguo brillo duraba todavía entre las ruinas de la ciudad privada. En el aire reinaba un perfume colonial". En la catedral de esta ciudad, Enrique IV de Francia firmó el Edicto de Nantes el 13 de abril de 1598, igualando en derechos a católicos y protestantes, asegurando amplias libertades religiosas y civiles para estos últimos. Creo que, dados los siniestros tiempos que corren, todos aquellos viajeros que se sientan implicados en la ya larga historia de la conquista de las libertades públicas e individuales deben visitar ese lugar donde fue promulgado tan importante edicto. Un edicto que fue un avanzado modelo de tolerancia y que en 1685, el rey Luis XIV, engañado por sus consejeros y cayendo en el más grande error de su reinado, revocó, privando a los hugonotes de sus derechos y provocando que éstos trasladaran sus sabidurías a Inglaterra, Holanda y Alemania. De la catedral podemos ir al cercano y monumental castillo de los duques de Bretaña, una fortaleza imponente, en cuyo interior se encuentran dos museos relativamente interesantes: uno, consagrado a la historia marítima y comercial de Nantes, y el otro, dedicado al arte popular bretón. La destrucción de 1943 Se echa en falta un museo -no sé si existe; en todo caso, no lo he visto- donde se exponga la memoria histórica de la destrucción de la ciudad de Nantes en el año 1943, fotografías y demás documentos que informen al visitante de los efectos devastadores de los bombardeos de las tropas aliadas. En aquellos días, poco faltó para que desapareciera la ciudad de Nantes. Si las lluvias en 1900 y en 1904 ya habían llevado, con trágica insistencia, la destrucción a la ciudad dejándola dos veces gravemente inundada, los bombardeos norteamericanos de la Segunda Guerra Mundial llevaron mayor destrucción si cabe. Pero como la ciudad de Nantes supo restaurar su geografía urbana, bien haremos, una vez hayamos cumplido ya con la Historia con mayúscula, en dirigirnos con alegría hacia las plazas, calles, casas y hoteles del reconstruido centro. Hacia él iremos jugando a simular que vamos buscando la pipa robada del monumento a Monsieur Hulot. Partiremos para eso del hotel La Perousse, donde me tocó hospedarme en mi primer viaje a Nantes. Una advertencia: ese hotel no basta con mirarlo desde fuera para deducir de inmediato que es un hotel muy raro. Y es que su interior lo es mucho más, con diferencia. Desde la calle, lo que se ve, en efecto, es un edificio raro, hulotiano, tremendamente modesto y moderno y... tremendamente torcido; es una versión gorda y francesa de la Torre de Pisa. Ya he encontrado el adjetivo. Todo en ese hotel, sobre todo en su interior, está torcido. Por otro lado, en ese hotel todo se tuerce para el cliente. Las habitaciones, supuestamente vanguardistas -el arquitecto no ha parado de recibir premios-, tienen la estética del clochard y, cargadas de lo que podríamos llamar un humor de vagabundo, están pensadas para que cualquier expectativa del cliente se tuerza y quede frustrada. Hay un colgador de ropa, por ejemplo. Uno entra por primera vez en la habitación y se dispone a colgar la americana, y descubre que el colgador es inaccesible porque se halla protegido por un cristal casi invisible. Hay una solitaria botella de vino en el suelo, por ejemplo. Una botella para el cliente clochard, se supone. Uno quiere abrirla, y no tarda en descubrir que no hay sacacorchos, pero sí curiosas y desesperantes imitaciones de sacacorchos que no van a ayudarnos nunca a abrir la botella. El bidé está tan torcido que el lavabo puede inundarse a la mínima de cambio. ¿Y qué decir de los visillos de la ventana, que alguien con una idea torcida de la decoración ha sustituido nada menos que por edredones? La cadencia de la vida De un hotel a otro. Al parecer, el comisario Maigret de las novelas de Simenon había estudiado medicina en Nantes antes de dejarlo todo para entrar en la policía e investigar misterios como el del hotel La Perousse, del que, en nuestro recorrido por el reconstruido centro, partiremos para ir hacia otro hotel, el Grand Hotel de France, donde en 1919 se suicidó Jacques Vaché, el joven de Nantes que tanto sedujo a André Breton. Tal vez bajo la influencia de su amigo, Breton llegó a decir de Nantes: "La única ciudad de Francia, junto a París, donde tengo la impresión de que algo que vale la pena puede sucederme, donde ciertas miradas arden con demasiado fuego, donde para mí la cadencia de la vida no es la misma que en otra parte, donde un espíritu de aventura más allá de todas las aventuras vive aún en ciertas almas. Nantes, de donde pueden llegar todavía amigos; Nantes, donde he amado un parque: el parque Procé". Cerca del parque Procé se suicidó, en el Grand Hotel de France, su amigo Vaché, una de las grandes leyendas del surrealismo, joven de una distinguida familia de Nantes, muerto por sobredosis de opio en el centro neurálgico de la ciudad. Hay un Grand Hotel de France hoy día en Nantes, pero nadie debe confundirse -como en un primer momento me pasó a mí- y creer que es el hotel donde se dio muerte por mano propia el joven amigo de Breton. Pregunté en recepción y allí nadie sabía nada de Vaché; es más, me dijeron que nadie se había suicidado en el hotel. Mis pesquisas a lo Maigret-estudiante de medicina acabaron llevándome a un antiguo inmueble en la plaza contigua al actual Grand Hotel. Ahí está la ventana del mítico -para mí- cuarto en el que perdió la vida Vaché, escritor de trayectoria rara: escribió muy poco, tan sólo unas cartas, unas cartas de guerra a su amigo Breton, y sólo con ellas -la ley del mínimo esfuerzo- pasó a la historia de la literatura francesa. Nantes, ciudad fluvial aireada a los cuatro vientos, ciudad abierta y, sin embargo, ciudad encerrada, ciudad literaria, no sólo por Verne y Vaché. Muy cerca de ella, en Saint-Florent-le-Vieil, en 1910, nació el escritor más secreto, el más oculto de la actual literatura francesa, Julien Gracq, que sigue viviendo ahí, en su casa natal, y que ha escrito un libro imprescindible para saber algo de Nantes, La forma de una ciudad, publicado en español por Muchnik. Gracq siempre ha admirado a su paisano Verne, aunque consciente de ciertos aspectos que les separan: "Los dos nacimos a la orilla del Loira, sólo que él veía los mástiles de los veleros que iban a cruzar los océanos, y yo, la silueta de la espalda de quienes pescan con caña". En la Rue de la Fosse encontraremos la Maison Coiffard, librería y editorial, una de las mejores librerías de Francia. Son en realidad dos establecimientos, el viejo y el moderno, uno enfrente del otro. En el viejo hallamos el espíritu de la aventura de Verne mezclado con la serenidad clásica de Gracq, es decir, la síntesis de la Nantes de todos los tiempos. Saliendo de ahí, dirigiremos nuestros pasos hacia uno de los espacios más memorables de la ciudad, el pasaje comercial Pommeraye, de finales del siglo XIX, galería milagrosamente intacta, como si el tiempo no hubiera pasado por ella y todavía los asombrados ojos de Breton la estuvieran descubriendo. Y del Pommeraye al histórico restaurante La Cigale -ahí se rodó una famosa escena de cabaré de la película Lola, de Jacques Démy-, algo turístico en verano y maravilloso escenario de barrocos espejos en invierno. Sí, seguramente a la ciudad de Nantes hay que viajar en invierno, la época en la que Joan de Sagarra la visita para cenar en el Club de los Pulpos con sus amigos gourmets, silenciosos admiradores del Capitán Nemo. Sí, el invierno parece una buena estación para llegarnos hasta el Atlántico, hasta Saint-Marc-sur-Mer, por ejemplo, y tratar allí de descifrar el lenguaje que nos llega del océano o, lo que viene a ser lo mismo, averiguar quién le robó la pipa a la estatua de Monsieur Hulot. - Enrique Vila-Matas es autor de la novela El mal de Montano, premio Nacional de la Crítica y premio Anagrama en 2002.
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