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  • Un vuelo de poco más de 45 minutos permite dar el salto desde la gigantesca Bombay hasta Aurangabad. Con apenas millón y medio de habitantes, esta ciudad actúa sobre el viajero como una especie de cámara de descompresión previa a la contemplación de una de las maravillas del arte primitivo indio, las cuevas budistas e hinduistas de Ajanta y Ellora. Aurangabad es un gran bazar abigarrado de gente. Avanzar por sus calles exige habilidad en el cuerpo a cuerpo y pericia en el requiebro de bicicletas y motocarros. Pero el paseo merece la pena. Semiocultas por el polvo, los cables de electricidad y un enjambre de anuncios, aparecen casas de madera y hierro de dos plantas, construidas en los siglos XVII y XVIII. Todavía muestran atisbos de la gran belleza que en su día tuvieron y que, a la vista de las cicatrices que les ha infligido el tiempo, ya nunca recuperarán. La ciudad, que llegó a ser capital del reino mogol, esconde otra sorpresa, el mausoleo de Bibi Ka Maqbara, conocido como el Taj Mahal pobre, construido sólo 27 años después del original. Quien no conozca la obra maestra de Agra queda prendado de la estilizada forma del mausoleo. El desencanto surge cuando se comparan y se recuerda que éste fue diseñado para superar en belleza a su modelo. Sobre el río Waghora A unas dos horas por carretera desde Aurangabad en dirección noreste se sitúan las grutas de Ajanta. Un valle verde y poco poblado se va estrechando con suavidad, casi con un recogimiento religioso, hasta desembocar en un barranco semicircular de medio kilómetro sobre el río Waghora, en cuyas paredes hay excavadas 29 grutas, que atesoran una de las pinacotecas más espectaculares del arte budista. En este lugar, que permaneció oculto hasta 1819, hay pinturas murales y frescos que datan del siglo II antes de Cristo hasta el siglo VIII, cuando se produjo el abandono total de estos monasterios a favor de los templos hinduistas de la vecina Ellora. Un episodio poco conocido que tuvo su origen en el exceso de abstracción al que llevaron los monjes el budismo en su búsqueda de la perfección, lo que favoreció la llegada del hinduismo, más asequible para la mayoría de los fieles. Buda es el denominador común de las pinturas que adornan estas grutas de proporciones desiguales pero considerables. Sorprende la riqueza de colores que aún se conserva, algo que en la mayoría de los casos sólo se aprecia con la luz de una linterna. Rostros y miradas espirituales; expresiones asexuadas que acentúan el nexo entre lo divino y lo humano, figuras que se contorsionan sinuosas en una danza entre la maraña de ornamentos florales, con el loto, símbolo de la máxima pureza, siempre presente. Los monjes artistas recurrían a altos niveles de sofisticación y abstracción para crear historias que fueran provechosas para los peregrinos. La deserción de los fieles y su paso masivo al hinduismo indica que los mensajes fueron demasiado abstrusos, pero las formas alcanzaron la categoría de obra maestra. De las pinturas a las esculturas A 100 kilómetros de Ajanta se encuentran las 34 grutas de Ellora, de las que la mitad son hinduistas, y el resto, budistas y jainíes. Esculturas y relieves esculpidos en roca basáltica sustituyen a las pinturas. Shiva, la divinidad destructora-renovadora de la naturaleza, arrincona a Buda en este conjunto de templos. A lo largo de dos kilómetros se suceden las distintas formas de excavar y tallar la roca. Pero, como pasa en todos los museos, hay una pieza que eclipsa a las demás: el templo de Kailasa. Los artistas tallaron un monolito de roca basáltica a cielo abierto hasta conseguir dar forma a un templo de 100 metros de longitud y 75 metros de ancho, con una torre central que reproduce la cumbre sagrada del Himalaya donde moraba Shiva, de 30 metros de altura. Una de las mayores obras del arte indio, construida a partir del siglo VIII. El edificio tiene dos niveles y está circunvalado por un corredor porticado de dos pisos. Dos grandes obeliscos rectangulares de 13 metros de altura guardan la puerta del santuario, cuyos muros exteriores están engalanados con bellas esculturas y filigranas talladas en piedra en las que se representan pasajes de los poemas épicos y los textos sagrados hinduistas. El regreso a Aurangabad esconde una sorpresa más: la fortaleza de Dulatabad. La ciudadela, encastrada en una inmensa roca que emerge de la llanura, incluye una gran mezquita, un palacio y una biblioteca. Se accede a través de un laberinto de corredores secretos y túneles llenos de trampas -pasadizos ciegos con una abertura superior por la que se arrojaba aceite hirviendo, u otros que terminaban en un falso suelo que se desmoronaba sobre un foso con cocodrilos-, que le daban un carácter inexpugnable a la fortaleza.
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  • Ajanta y Ellora, dos grandes centros del arte budista e hinduista al oeste de la India
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  • Las asombrosas cuevas de Buda y Shiva
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