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  • A la hora de localizar en un mapa la antigua Corcira, conocida como Corfú desde la ocupación veneciana de finales del siglo XIV, conviene empezar haciendo una distinción entre la Jonia y el mar Jónico, donde está enclavada esta isla. La Jonia es esa región de la costa de la antigua Anatolia, que hoy pertenece a Turquía, y que se extiende de una parte a otra del golfo de Esmirna, nombre de la ciudad natal del poeta y ensayista Yorgos Seferis, el primer escritor griego que obtuvo, en 1963, el Premio Nobel. La Jonia fue, por ejemplo, la cuna de la filosofía presocrática. Y el mar Jónico es esa llanura de brea del Mediterráneo central, instalada por Zeus un domingo que no había fútbol, entre el oeste de Grecia y el sureste de Italia, en cuya célebre bota se asienta Brindisi, donde murió Virgilio, precisamente a su regreso de un viaje a Grecia en compañía de Augusto. Separan Corfú del tacón de la bota italiana 75 kilómetros. La Jonia y el mar Jónico son, pues, entre sí, y dicho con licencia geográfica, auténticos antípodas. Y las islas jónicas más importantes del oeste de Grecia, citadas de norte a sur, son siete: Corfú, Paxos, Antípaxos, Léucade, Ítaca, Cefalonia y Zante. Concentrémonos en Corfú, y pensemos en estas otras islas como tentaciones a las que habrá que sucumbir en otro momento. Además, ya nos lo dejó bien claro Cavafis: "Cuando salgas de viaje para Ítaca / procura que el camino sea largo...". No hay que tener entonces ninguna prisa a la hora de llegar a Ítaca, la patria de Ulises. Cuando uno se baña en la fantástica playa de Paleocastritsa, en la costa occidental de Corfú, donde se demuestra una vez más que la familia que se baña unida permanece unida -se ven por allí muchísimas parejas con niños-, rememora el desembarco de Ulises en esta playa del país de los feacios, narrado por la Odisea. Una de las gracias de Corfú, una isla con escasos restos arqueológicos, aunque han sobrevivido algunos pedrusquillos de templos dóricos, es la enorme variedad de sus playas: las hay con niños, sin niños, con discotecas, sin discotecas, con griegos, sin griegos; pero, eso sí, siempre con flores porque las precipitaciones en Corfú son muy superiores a la media griega. El monte Pantocrátor Corfú tiene una superficie de 593 kilómetros cuadrados, con una longitud de norte a sur de 63 kilómetros. Contemplada en un mapa, tiene la figura de una top model verde, tumbada hacia el oeste con el cuerpo algo encogido, que se ha liado a la cabeza un sombrero mexicano. Ese sombrero del norte de la isla cubre una ancha meseta montañosa, cuya cima más alta es el monte que los griegos llaman Pandocrátor (906 metros de altura), y que nosotros, que pronunciamos sumisamente el griego como nos mandó Erasmo, llamamos Pantocrátor. Desde él se divisan las costas de Albania, a muy pocos kilómetros, y ya se sabe que en cuanto uno ve Albania su mente vuela, instantáneamente, a la poesía hermética del gran Carlos Barral. Hay un verso de Barral -Ojo acorralado- cuyo enigma se le descifra al viajero en la cima de este monte. Ese ojo acorralado es el ojo del Pantocrátor -o sea, del Todopoderoso-, rodeado, pretorianamente, de círculos concéntricos. En cuanto pisamos el Pantocrátor se nos viene encima todo Bizancio, acorralado de ojos -"¿ocelado es con ojos?", escribió también Barral-, incluido el genial poema homónimo, Bizancio, que le dedicó el irlandés W. B. Yeats a este imperio y que, con su habitual brillantez, tradujo y comentó Luis Cernuda. Hubo, pues, también una Corcira bizantina, que previamente fue romana, y antes fue griega. Corcira fue fundada en el siglo VIII antes de Cristo por los corintios. No participó en las guerras médicas. Las broncas de Corcira con Corinto indujeron a los isleños a aliarse con Atenas en el 435 antes de Cristo, lo que contribuyó decisivamente al estallido de la guerra del Peloponeso, que, en su enfrentamiento con Esparta, fue la ruina de Atenas. Tres millones de olivos Recorridas las montañas del norte, el resto de la isla es una sucesión de pequeñas, peludas, suaves colinas -Platero, en su cielo, sueña con uvas moscateles, todas de ámbar, tal como lo veía su amo, Juan Ramón Jiménez- y de fértiles llanuras. Frente a las peladas islas del Egeo, Corfú exhibe una vegetación exuberante que adeuda a los venecianos, que plantaron, literalmente, varios millones de árboles entre 1386 y 1797, fechas de su llegada y salida de la isla. El primer olivar de Grecia es, en extensión y belleza, el de Delfos, pero el segundo es el de Corfú, con unos tres millones de olivos, que también causa una imborrable impresión en el viajero. Siguen en importancia al cultivo del olivo en la isla los cultivos del maíz, uvas y vanghonianos cítricos. Entre 1797 y 1864, el año de su incorporación a Grecia, franceses, ruso-turcos y británicos se repartieron, sucesivamente, el dominio de la isla. En su viaje a Lepanto, Cervantes hizo escala, el 26 de mayo de 1571, en Corfú, "la isla inexpugnable", que, como cuenta Jean Canavaggio, acababa de rechazar un asalto otomano. Aquel día Cervantes, con su gran visión de futuro, ya veía que la capital portuaria, al este de la isla, terminaría mostrando al viajero esa macedonia de arquitectura italiana, francesa y británica que tanto les gustaba a dos de los más insignes moradores de la isla: los hermanos Lawrence y Gerald Durrell, que le dedicaron a Corfú, respectivamente, sus libros La celda de Próspero (1945) y Mi familia y otros animales (1956).
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  • Playas y olivos habitan la isla griega de Corfú, en el mar Jónico
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  • Una belleza verde tumbada al sol
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