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  • No es un espejismo pero lo parece. Tampoco es un lienzo de Dalí, pero podría serlo. No, existe un lugar donde las dunas de un desierto del tamaño de Gran Canaria danzan capoeira y, a cada salto, trazan lagunas rebosantes de aguas transparentes. Es el parque nacional dos Lençois Maranhenses, literalmente de las Sábanas del Maranhao, el Estado preamazónico al noreste de Brasil. El rincón más espectacular de los que en Brasil utilizan la metáfora de la ropa de cama para explicar su impoluta apariencia. Este desierto imposible es un caso único. La joya, tal vez, que la fértil asociación entre Neptuno y Eolo ha regalado a Brasil en agradecimiento por sus 8.000 kilómetros de costa. Ubicado a 370 kilómetros de San Luis, ciudad colonial patrimonio de la humanidad, el parque es el único desierto del país. Adentrándose hasta 50 kilómetros en tierra firme, sus 1.500 kilómetros cuadrados de dunas y estanques de agua dulce se antojan como un capricho de los dioses para el viajero, y como la extraordinaria transición entre la lluviosa región amazónica y el noreste seco para el científico. Granito a granito, durante miles de años, los incansables vientos oceánicos han esculpido los Lençois trasladando el blanquísimo sedimento marino tierra adentro. Las lagunas, ora esmeralda, ora turquesa, son el regalo del cielo. Gracias a un régimen de lluvias 300 veces superior al del Sáhara, de enero a junio, durante la estación húmeda, el desierto se transforma en un oasis donde lo cóncavo se entrega al agua de lluvia, y lo convexo, al rayo de sol. Bañarse en las aguas cálidas de la Lagoa Azul, la Lagoa Bonita o la Lagoa da Esperança es como sumergirse despierto en una fantasía de Jorge Amado. Sobre todo entre mayo y septiembre, cuando rebosan agua y belleza. Pececillos lejos del mar La escasa afluencia de visitantes hace que sea muy fácil disfrutar en silencio y soledad de una laguna del tamaño y del color de un campo de fútbol. Bueno, no exactamente en soledad. ¿Cómo demonios llegaron hasta aquí, a 50 kilómetros del mar y otros tantos del río, todos estos pececillos? Claudia, una niña brasilera que se divierte persiguiéndolos, me responde que deben ser filhos de peces voladores, llegados del mar. Los lugareños ofrecen dos explicaciones no menos interesantes. La primera sostiene que el viento traslada los huevos desde el río y eclosionan gracias a las lluvias. La segunda, inspirada en la fecundación de las flores, defiende que las aves, involuntariamente, transportan los huevos en sus picos hasta las lagunas. Hasta 1981, fecha de creación del parque, las sábanas maranhenses eran sólo conocidas para un puñado de pescadores nómadas que habitan la región subsistiendo de la pesca durante la estación lluviosa y de la agricultura y el ganado en verano. La reciente mejora de la carretera que une San Luis con Barreirinhas está contribuyendo lentamente a acercar más viajeros al secreto mejor guardado de Brasil. Con todo, lejos de la capital y de las grandes ciudades del noreste, el difícil acceso y la rudimentaria infraestructura turística mantiene los Lençois como un escondite. Aunque desde San Luis se puede llegar a Barreirinhas en tres horas de autobús o en aeronave, el viajero con más tiempo y espíritu de aventura hará bien en explorar una ruta inversa, más larga, pero mucho más fecunda. Comience su viaje en Jericaocoara, un encantador poblado de pescadores reciclado en colonia hippy, adonde puede llegar en autobús desde Fortaleza. Jeri, como la conocen sus moradores, le regalará una puesta de sol impresionante. A orillas de una playa que le hará sentirse vencedor del París-Dakar, encaramado en una duna de 40 metros que los niños de Jeri descienden a golpe de voltereta, el viajero comprobará deslumbrado cómo el océano hambriento engulle un sol tan inmenso como indefenso. Al son del berimbau disfrutará del ritual crepuscular de la capoeira. Desde Jericaocoara se puede organizar una excursión de tres días hasta los Lençois, que, entre otros tesoros, le dará a conocer el delta del Parnaíba, la langosta de Camocim y el poblado de Caburé. Con un pie en el perezoso río Preguiça y otro en el océano, Caburé es uno de esos lugares privilegiados donde el tiempo va a su ritmo y un simple cangrejo puede convertirse en un entretenimiento impagable. A las diez de la noche el generador eléctrico se apaga y las estrellas se encienden. Desde Caburé, un paseo en lancha remontando el Preguiça entre tupidos manglares le conducirá a Barreirinhas, principal puerta de acceso al parque. En este pueblo, amenazado de muerte por una duna que no deja de crecer, Petrobras, la petrolera estatal, imaginó a principios de los ochenta que las dunas podrían ser volcanes de oro negro. Este desierto, sin embargo, no esconde combustible para coches, sino un tesoro mucho más valioso: agua, el combustible de la vida.
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  • Los Lençois Maranhenses, un insólito fenómeno de la naturaleza
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  • Agua dulce en el desierto de Brasil
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