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  • Si los Reyes Católicos levantaran la cabeza, Dios no lo quiera, perderían el cetro y hasta las polainas por encerrarse un fin de semana en el aposento 53 de su antiguo baluarte salmantino, convertido recientemente en un hotel de verdadero lujo y encanto. Desde sus almenas privadas, en el torreón norte, se goza de inigualables vistas sobre la dehesa de encinas, olivos y pinos piñoneros que se extiende más allá del foso y de sus pasadizos secretos. Isabel y Fernando cedieron el castillo a su lugarteniente Alonso de Valencia por su lealtad en la toma de Zamora, bajo el dominio de La Beltraneja; más tarde pasó a manos del arzobispo Fonseca, y luego a los antecesores de sus actuales propietarios, la familia Fernández-Trocóniz. Para hacerse una idea de la monumentalidad del recinto baste decir que sus muros alcanzan en la fachada los tres metros de espesor, y que en torno al patio renacentista -gótico en sus orígenes- se alinean seis salones de fuste aristocrático, ricamente decorados con armaduras, yelmos, alfarjes, trofeos de caza, chimeneas, poltronas, arcones, bargueños, óleos y tapices auténticos: el Salón Verde, la biblioteca, el bar, el Salón de Juegos, el de Nobleza, el de Caza... Un tabernáculo histórico inspirado en los paradores de turismo, incluso superior a ellos en exquisitez mobiliaria y autenticidad de las obras de arte expuestas. De noche, bruñido por el oro luminar de unos potentes reflectores, el castillo constituye una referencia en el horizonte salmantino. Impresiona la severidad de sus sillares, la labra y policromía de sus artesonados y la edad de sus estancias, fijada en el siglo XV sobre cimientos del XI. Recata el ambiente cenobial del refectorio, donde se cena a la luz de las velas bajo una imponente bóveda de cañón. Y sobre todo estremecen las 116 hectáreas de latifundio que lo resguardan, atalaya vegetal para entregarse a la mirada existencial o a los más terapéuticos paseos. Con la cancela siempre echada, no cabe mayor intimidad para los allí hospedados. Discreción sin límites y un silencio mesetario a cualquier hora. Viguerías originales En un laberinto jeroglífico de pasadizos, recovecos, bóvedas, escalinatas y torreones se mimetizan las 45 habitaciones, al rumor de olvidadas rencillas entre castellanos, leoneses y portugueses. El espíritu caballeresco aún pervive en sus barbacanas, jamugas y viguerías originales, armonizadas con monitores planos de televisión, línea telefónica, apliques halógenos y dulces edredones sobre camas de tamaño imperial. Un espacio lúdico y señorial bien distinto al de tantas producciones hollywoodianas, desde El Cid hasta Lady Halcón, aunque no exento de ensoñación medieval. Todas diferentes en volúmenes y decoración, como la mencionada 53 o la 30, con una caseta de ducha enteramente revestida de pizarra, una bóveda torreana de ladrillos y tronera enrejada sobre el puente de acceso al castillo. Si los señores del acero levantasen la cabeza sólo exigirían más madera a la hora sacrosanta del desayuno: más variedad y mejores pitanzas.
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  • Diario El País S.L.
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  • CASTILLO DEL BUEN AMOR, una cuidada reforma de un fuerte del siglo XV cerca de Salamanca
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  • Torreón y almenas privadas en la habitación 53
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