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  • Hoteleros hay que se toman el oficio con dedicación, y también otros que sestean en espera de que los viajeros se les presenten directamente en la puerta. Entre los primeros acabamos de descubrir, por los andurriales olvidados de Cantabria, a Manuel Abal y Cristina Ferreiro, dos ex altos ejecutivos madrileños emigrados a Suesa en busca del retórico nirvana campestre. Su casona tricentenaria, que no debe confundirse con la más modesta Posada de Suesa, a pie de carretera general, ofrece la dosis necesaria de aislamiento para los mártires irredentos del estrés urbano, especialmente si saben moverse por las trincheras del buen gusto. Escudos de armas, arcos de piedra, antiguas vigas de roble... ¿Qué más podría esperar nadie de una fachada anónima confundida entre las casucas de la plaza Mayor? Manuel Abal y Cristina Ferreiro se afanan en sacar su nuevo negocio adelante con la dignidad de quien ama estos muros solariegos y su jardín de 3.000 metros cuadrados antes que la cuenta de explotación. Dos años han tardado en transformar la casona en un hotel con encanto. Rústico, sin desdén por lo señorial. Añejo, aunque timbrado de efectos modernos. Ordenado, pero no cartesiano. Aseado y sugerente. Enseguida uno de ellos facilita el acomodo del viajero. Aquí la noche promete. En las habitaciones, los suelos crujen y las paredes dejan traspasar sonidos a veces indeseables, pero la mayor parte del tiempo reina un silencio milagroso que subraya con más evidencia el paso de algún coche por el valle. Hechuras de casa vieja. Su decoración propende a los tonos neutros, a los aromas del campo pasados por el filtro de la ciudad. Mantas de arpillera, jarapas de diseño escandinavo, cosméticos de lavanda, aceite y canela-naranja de L'Occitane. Detalles de apaño en las cortinas, en las sobremesas, en los pespuntes de la lencería y en el esqueleto de madera a la vista, como corresponde a la imagen feérica de una buhardilla. En las mesillas de noche se ofrecen frutas de temporada. Y, muy original, en los cuartos de baño, un frasquito de aceite para limpiarse el chapapote que aún persiste en algunas playas de Cantabria. ¿Quién requiere después de esto más atenciones? A poco que luzca la mañana, el rincón más agradable para estar será el ensolado de la terraza, que saca lo esencial de la casa al jardín. No cabe mayor lujo que ingerir el desayuno bajo la sombrilla desplegada a modo decorativo en todo su perímetro. Lástima que la carta sea tan corta y tan poco caseras las elaboraciones.
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  • Diario El País S.L.
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  • LA CASONA DE SUESA, una aventura personal de dos madrileños en Cantabria
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  • Silencio y buen gusto entre muros solariegos
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