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  • Picasso es Picasso, y su guitarra es una guitarra y al mismo tiempo no lo es, sus mujeres nos miran de frente y de perfil sin girar el rostro, y esa otra mujer con el hijo muerto en sus brazos es el dolor y todas las guerras y un grito agudo que se nos clava para siempre. Picasso es un genio, y sus mujeres de Aviñón me miran cada mañana al salir de mi cuarto, en el pasillo. Picasso nació en Málaga, y este año, 122 después, se inaugura un museo. ¿Quién pensaba que todavía pudiesen reunirse tantas obras del genio en una exposición permanente? Buena y legítima excusa, el nacimiento para los homenajes. Desde estas páginas les proponemos convertir esa excusa para hacer un museo en Málaga en otra para visitar la ciudad, este otro puerto. La plaza de la Merced, donde está la casa en la que vivió Picasso sus primeros años, está unida al puerto por una arteria que cruza la ciudad de norte a sur: la calle de Granada, y desde la plaza de la Constitución, la calle de Larios. Era ése el itinerario de los paseos del profesor de pintura José Ruiz con su hijo Pablo, al que llevaba hasta el puerto. La plaza de la Merced es una plaza mayor abierta al tráfico y sin arcos en las esquinas que la abran a las calles que desembocan en ella, pero es hermosa y está viva, y tiene bares de tapas y de ambiente y de copas, y un obelisco en el centro que recuerda que el general Torrijos está enterrado allí, fusilado en las playas de Málaga por oponerse al absolutismo de Fernando VII (en el Ayuntamiento se conserva la carta que le escribió a su mujer antes de morir: "Amadísima Luisa mía: voy a morir, pero voy a morir como mueren los valientes..."), fusilado cincuenta años antes de que naciera un niño que dibujaba demasiado bien para su edad palomas y toreros, y que llegaría a revolucionar la pintura. Por un arco que no existe entraban José Ruiz y su hijo en la calle de Granada, estrecha, con la iglesia de Santiago justo al entrar a la izquierda, la iglesia de Santiago con su ancha puerta de castillo y su torre mudéjar que hasta hace unos años mostraba los mordiscos de los disparos de la Guerra Civil, desde la que todavía se oye el grito de aquella mujer con el hijo muerto en brazos. Y en este año de inauguraciones acaban de abrirse unos baños árabes, también herederos de las termas romanas, al final de una calle de un metro de ancha que surge justo frente a la iglesia de Santiago, dejando en la esquina el Café con Libro, para tomarnos un té después de abrirnos los poros y cerrárnoslos y haber dejado que nos amasen los músculos en los baños. Calle de Granada abajo, José Ruiz -que nunca destrozó una cara en un lienzo para darle más forma, como haría su hijo- tomaba la calle de San Agustín en la primera bifurcación y pasaba junto al Museo de Bellas Artes, en uno de cuyos patios una tarde lejana vi sentado a Lluis Llach, que sin saberlo me presentó a otro poeta mediterráneo, éste de la otra orilla: Kavafis, que todavía alumbra mis viajes y me habla de puertos y de travesías. Ese palacio de mediterráneos alberga ya el Museo Picasso, en una de las calles más bonitas de Málaga y estrechas y cortas donde está el convento de los agustinos y donde también hay, frente al convento, una modesta mezquita a la que cada día acuden un puñado de fieles a la oración y donde aquel niño que se autorretrataría con tres trazos no se tomaría un batido de frutos secos en la tetería de al lado, porque aún no estaba, y no se sentaría en los bancos a mirar la única torre de la catedral incompleta. Como todo lo vivo, incompleto. Patio con naranjos La mole descomunal, absurda y hermosa de las piedras que forman la catedral nos atrae hasta ella, siguiendo el curso de la calle de San Agustín. Un patio con naranjos y la esquina a la derecha de ese patio -donde está lo único que se conserva de la Gran Mezquita de Málaga- nos hablan del pasado musulmán. Si siguiésemos por la izquierda, llegaríamos a la Alcazaba, junto al Teatro Romano, cuyos muros se unen con los del castillo de Gibralfaro. Pero continuemos hacia la derecha, tomando la otra arteria que dividía la ciudad musulmana de este a oeste -calles de Santa María y Compañía-, la arteria que elegía José Ruiz, pues le llevaba hasta la plaza de la Constitución, donde, en la Academia de Bellas Artes de San Telmo, daba clases. El año que se inaugura el Museo Picasso de Málaga se han terminado las obras de la plaza de la Constitución. Con estas obras, tres jóvenes arquitectos han recuperado un espacio hasta ahora invisible que sólo servía para ordenar el tráfico, convirtiéndose ahora en pequeña plaza mayor, peatonal, donde detenerse y dar la vuelta despacio mirando levemente hacia arriba antes de elegir qué callejuela tomar, antes de contemplar la fuente de Génova, o de tomarnos un chocolate con churros, tanto andar. La ciudad es la ciudad. He visitado algunas ciudades de leyenda: Petra, la ciudad excavada en la roca por los nabateos; Persépolis, con sus columnas señalando al cielo; Híspalis, que vio nacer a Trajano y Adriano; Göderem, junto a una ciudad subterránea, en La Capadocia; Copán, con sus pirámides escalonadas en la frontera de Honduras con Guatemala; Tipasa, cuyos patios son bañados en la costa argelina. Hermosas ciudades de piedra. Pero muertas. Esta ciudad, Málaga, este mero puerto, no esperen más, que no osa compararse a ninguna de las anteriores, sin embargo está viva, y ha logrado arrancarle al tráfico un hueco para los ciudadanos justo en el centro de sí misma, en el lugar donde confluían las dos arterias de la ciudad musulmana, donde estuvo el zoco y tal vez el puerto de atraque de los navíos romanos que habían pasado por Tiro y por Tartesos y por la Alejandría desde la que cantó a esos navíos Kavafis, a estos puertos. Este espacio -la plaza de la Constitución- que vertebró la ciudad tras entrar en ella los Reyes Católicos en agosto de 1487, algo más de cuatro años antes de que lo hicieran en Granada y Boabdil buscase el mediterráneo cerca de Motril, esa plaza que albergó a partir de entonces ayuntamientos y cárcel, la iglesia de los jesuitas, corridas de toros (en esa mirada de la plaza podemos fijarnos en los balcones corridos, que servían de palcos). Desplazada del centro (el centro es para las fiestas y las personas), ha vuelto a su lugar la fuente de Génova, que estuvo en ese sitio desde 1554, regalo a la ciudad de Carlos V, hecha con el mismo mármol de Carrara de las tablas que sostiene Moisés en Roma, de los dedos recogidos del David de Firenze. Cuando cruzaba el Mediterráneo el barco que traía desde Génova la fuente, fue abordado por Barbarroja (corsario bereber de origen griego, muerto en Constantinopla: todo queda en las mismas aguas), y una flota de Carlos V que luchó contra él recuperó la fuente. Esquinada, al otro lado de las altas palmeras, la iglesia del Santo Cristo, de cúpula cubierta piramidal. Con la plaza ganada por la ciudad, con la plaza orientada a esa iglesia, hemos recuperado esa cúpula hasta ahora perdida. También en la plaza, los edificios más castizos: el de la Económica (del mismo arquitecto del Tajo de Ronda y de la iglesia de San Felipe Neri, otra interesante visita: varias calles más abajo yendo en diagonal hacia el río de la ciudad: oued al medina, guadalmedina) y, al otro lado, a través del arco, el pasaje de Chinitas, de tapas y de vinos y donde estuvo (demasiadas cosas que estuvieron y ya no están, es el triste y oscuro sino de una ciudad viva) el Café Chinitas, lugar de cante. En el pasaje de Chinitas -dice García Lorca- le dijo Paquiro a su hermano: "Soy más valiente que tú, más torero y más gitano". Al final del pasaje, la calle Fresca nos lleva hasta el formidable espectáculo del templo exterior: la plaza del Obispo. En ella, la fachada principal de la catedral, que en una plaza tan acogedoramente pequeña no podemos apreciar en su totalidad, fachada barroca de mármoles de colores, con las torres un poco salidas dejando un espacio intermedio donde esa fachada se convierte en un retablo y el Palacio Episcopal, alineado con una de las torres, forma parte de ese templo. La calle de Larios, hacia el mar Pero volvamos a la plaza de la Constitución, merece la pena. Desde allí, hacia el mar, la calle de Larios, que fue inaugurada el mismo año que José Ruiz salió con su hijo Pablo y el resto de su familia de Málaga. Tal vez cruzaron la calle camino de la estación que está junto a la playa regada con la sangre romántica de Torrijos. Está bien recorrer la calle, salir a la Alameda, tomarnos un vino dulce en la Antigua Casa de Guardia (donde se los tomaba José Ruiz, donde se los tomó su hijo Pablo cuando volvió a Málaga a pasar los últimos días del siglo XIX y las primeras semanas del XX). Está bien saber que la calle del Toril (llamada así porque la cruzaban los toros camino de la hoy plaza de la Constitución), de un metro y medio de ancha, se convirtió en calle de Larios justo cuando un niño que le dio la vuelta a la pintura se alejaba de la ciudad, que esa misma calle luce nueva el mismo año que Picasso regresa. Está bien terminar la jornada en El Balneario, esa otra ruina, pero con vida, sucursal de La Habana en Málaga, al final del paseo Marítimo, desde donde ver el perfil de la ciudad entre espuma y pescado, y saber que Málaga no es nada más (y nada menos) que otro puerto, desde donde partiremos hasta el siguiente.
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  • El Museo Picasso devuelve la mirada del artista al lugar donde nació
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