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  • En Republic Street se ven de pronto más españoles que farolas. Un crucero acaba sin duda de trincar la pasarela, y un borbotón de turistas se disuelve por las venas de La Valetta, aumentando la sensación de enjambre, en una isla que soporta una de las mayores densidades del mundo (1.257 habitantes por kilómetro cuadrado). Es un destino de moda. En cuestión de semanas formará parte de la Unión Europea (un 52,8% dijo sí a Europa, frente a un 46,2% de escépticos). Vienen con los deberes hechos y cierta holgura (una renta per cápita de casi 10.000 euros, una de las más altas de los nuevos socios). Pero ¿qué puede hacer el crucerista en Malta en pocas horas? Tendrá que conformarse con sensaciones fugaces, epidérmicas. Le chocará ante todo el cúmulo de iglesias y campanarios, una atmósfera invisible pero envolvente de gravedad clerical. Malta no ha perdido su estigma religioso, o mejor dicho, eclesiástico. San Pablo naufragó en una de sus playas, según cuentan Los hechos de los Apóstoles, cuando era conducido en el año 60 a un tribunal de Roma. Permaneció tres meses en la isla y, según la tradición, dejó el embrión de una de las primeras comunidades cristianas. Más determinante aún, y más palpable, es el peso de la Orden de Malta. Una asociación nacida en Tierra Santa para dar asistencia hospitalaria a los peregrinos, convertida luego en máquina militar poderosa, cuando el empuje del islam movió a las naciones cristianas a hacer del Mediterráneo una almohadilla, un muro de contención. A la orden debe la isla su fortuna y el formidable sistema defensivo a base de fuertes, murallas y bastiones, que aprovechan unas magníficas condiciones naturales. Pequeño, pero grande Estas impresiones, por magras que resulten, diluyen algunos prejuicios. El primero de todos, el de la pequeñez: parafraseando a las brujas de Macbeth y su enigma sobre lo bello y lo feo, podría decirse que lo pequeño es grande. Por lo menos aquí, una vez que las manchas ocres apenas vislumbradas desde el avión o el barco se expanden, se desbordan, se retuercen en campiñas o acantilados, ciudades y pueblos henchidos, puertos de pescadores o lujosos resorts de ocio. Abruma la formidable costra cultural y monumental que el batir de la historia ha ido posando en cada mínimo alveolo de estas islas. Porque son tres, en realidad, las que forman el archipiélago: Malta -la mayor-, Gozo y Comino, más una escolta de islotes sólo habitados por pájaros marinos. Imposible de abarcar todo en las breves horas de una escala. Malta bien vale unas vacaciones. Algo muy recomendable es iniciar el encuentro maltés en el fuerte de Saint Elmo, gastando algo menos de una hora en el espectáculo The Malte experience (cuatro o cinco sesiones diarias en 14 idiomas). Allí, en la que fuera enfermería de la orden, se obtiene una visión comprimida de la rica peripecia maltesa, que sirve de guión para echarse luego a rastrear las calles. Éstas se recortan en perfecta cuadrícula, y se abisman o se empinan, angostas, con balcones forrados por celosías, colgando como jaulas, y escaleras que descienden a bahías anegadas por una luz perezosa. En Republic Street se cuece casi todo de día (de noche, el jolgorio se desplaza a Saint Julian, fuera del casco amurallado). Allí está el palacio del Gran Maestre, algunos de los albergues o cuarteles de la orden, edificios nobles, iglesias. La catedral sorprende por dos cosas: el suelo pavimentado con laudas sepulcrales y los cuadros de Caravaggio. El pintor, que andaba fugado de la justicia por homicidio, vino a Malta y logró con sus trabajos ser nombrado caballero de la orden, pero una pelea con otro miembro le llevó a prisión, y de nuevo se dio a la fuga, dejando seis espléndidas pinturas, entre ellas la monumental Decapitación del Bautista. También asombran las fortificaciones; desde los jardines Barraca se tiene un buen mirador para abarcar parte de ellas, así como las tres ciudades de Vittoriosa, Cospicua y Senglea, en la orilla opuesta del Gran Puerto. No conviene perderse el Museo Arqueológico, sobre todo si no se dispone de tiempo para visitar los conjuntos megalíticos del interior de Malta y Gozo. Algunos de esos templos fueron construidos antes que las pirámides de Egipto. Son complejos santuarios formados por varios ábsides o capillas, enlazadas por atrios y corredores, con una decoración refinada de relieves geométricos. Son patrimonio de la humanidad, y los más vistosos son los conjuntos de Ggantija (Gozo) o los de Hagar Qim, Tarxien o el Hipogeo (en Malta). Puestos a indagar el interior de las islas, una cita ineludible es la antigua capital, Mdina, que, pese a su nombre árabe, se ofrece como una ciudadela cristiana, hermética, silente, bien surtida de palacios y templos, suspensa sobre una campiña radiante. Otras ciudades engruesan el repertorio de fortines e iglesias. Los turistas prefieren no perderse curiosidades como la Gruta Azul, o la plácida estampa del puerto pesquero de Marsaxlokk, con sus barcas de colores provistas de ojos en la proa. No tardará el contrito viajero en hacer propósito de enmendar sus prisas y regresar con más tiempo. Sobre todo si se quiere conocer algo de las otras islas, Gozo y Comino. En esta última se encuentra la que llaman gruta de Calypso, y dice la tradición que fue allí donde la ninfa retuvo por diez años al inquieto Ulises. Casa bien la mitología con esas rocas oxidadas, esos azules hialinos, ese aire delgado y sabio que nivela, con el paso de los siglos, a todos los dioses que lo han respirado.
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  • Un destino de moda y escala en las rutas cruceristas por el Mediterráneo
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  • Malta, el refugio de Caravaggio
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