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  • Nuestro mundo cabe en unas pocas metáforas. Las estrellas son ojos que nos miran; el amor, una llama; dormir no es distinto a morir; la vida se confunde con el sueño, y las flores, con la efímera belleza de la juventud. Son metáforas que nos siguen conmoviendo cada vez que las escuchamos como si, después de todo, nuestro corazón no fuera tan vasto ni los pensamientos de los hombres tan distintos entre sí. Una de estas metáforas eternas equipara el tiempo a un río que fluye. Aparece en unos de los versos más recordados de nuestra literatura: "Nuestras vidas son los ríos / que van a dar a la mar / que es el morir". Jorge Manrique, el poeta que en el siglo XV los escribió, había nacido en Paredes de Nava, y bien pudo suceder que se inspirara para escribirlos en el río Carrión, que fue el río de su infancia, o tal vez en el Duero, que es el río al que van a dar sus aguas kilómetros más abajo, después de haber pasado por las del Pisuerga. El río Duero es, sin duda, el río por excelencia de Castilla, y es difícil que los castellanos no piensen inevitablemente en él cuando evocan la imagen de ese río que fluye sin que podamos hacer nada por detenerlo y que se confunde con su propia vida. Cercado de lagunas de origen glaciar, el río Duero nace en los altos Picos de Urbión, en la provincia de Soria, y discurre entre laderas cubiertas de pinos, acompañado de anátidas, rapaces y nutrias. Gerado Diego se refirió a este nacimiento como al de un niño que se precipitara ansioso en el rumor de la vida. Y, en efecto, bastan unos pocos kilómetros para que veamos al Duero circundando la ciudad de Soria con el mismo apremio con el que un adolescente tomaría el talle de una muchacha. Fue en esas veredas donde Antonio Machado se detuvo a contemplar los álamos de sus orillas, y vio en sus aguas fugitivas el espejo donde se contemplan los enamorados: "¡Álamos del amor que ayer tuvisteis / de ruiseñores vuestras ramas llenas; / álamos que seréis mañana liras / del viento perfumado en primavera!". Los enamorados han inscrito sus iniciales en las cortezas de los árboles de la ribera sólo para descubrir, años después, que esas letras y cifras grabadas cerca del agua que corre y pasa y sueña, es la imagen de la dicha que tiene inevitablemente que pasar. El misterio de la vida Pero si el río habla de ese flujo irreversible del tiempo, también lo hace de la fertilidad y el misterio de la vida. Por eso, en estas mismas tierras, las muchachas sorianas esperan la llegada de la noche de San Juan para encontrar en su corriente esas flores de agua que aseguran que serán amadas y fértiles, ya que el agua contiene todas las virtualidades de la creación, y está dotada de poderes mágicos que dan cumplimiento a los sueños. Por eso, el río y sus orillas rumorosas son lugares idóneos para el encuentro de los amantes que, como sucede en los cuentos orientales, apenas necesitan otra cosa que un reguero de agua, una gruta y unos cuantos árboles en torno. "Otra vez el río, amante, / y otra puente sobre el río. / Y otra puente con dos ojos / tan grandes como los míos". Rafael Alberti escribió este poema al paso del río Duero por Roa (Burgos), imaginándose el maravillado asombro de una muchacha ante la llegada de su amante. Un poco más atrás ha quedado la ermita de San Baudelio, junto al pueblo de Casillas de Berlanga, una ermita del siglo XI en la que José Jiménez Lozano ha querido ver un gran árbol de piedra que esconde el jardín del edén. Y, en efecto, un mundo de animales, árboles y agua que corre es el que evocan las pinturas de sus paredes, que son visiones de lugares extraños poblados de aves de preciosos plumajes, santos ensimismados y plantas de frutos tan raros como delicados. Un mundo que tiene en el agua su más secreta inspiración, y que es, ante todo, un jardín como ése que, en el poema de Alberti, permite reunirse a los amantes. Y, ciertamente, el Duero y los ríos que le van dando sus aguas están llenos de lugares que parecen concebidos para albergar los juegos de parejas y de los niños. Pues al ser el agua principio y fin de todas las cosas, los castellanos las creyeron pobladas de seres como las ninfas, las hadas y las señoras de las aguas, siempre prestas a conceder favores o a provocar desgracias. Tan dúctil y sumisa cuando está tranquila y discurre por acequias y canales de riego, como terrible y demoledora en las inundaciones y los desbordamientos. Y el río que se interna en la provincia de Valladolid es ya ese río vigoroso, presto a desbocarse, que el infante Don Juan Manuel contemplara desde las almenas de su castillo de Peñafiel y en cuyas orillas se deleitara con sus halcones empenachados de plumas. Don Juan Manuel fue escribiendo en ese su retiro, y en el tiempo que le dejara libre servir a Alfonso XI, los cuentos de El conde Lucanor. Historias que el río Duero sigue susurrando a los que bajan a verle desde Valladolid, o a los vecinos de Simancas, en cuyas cercanías se le une el Pisuerga, dándole esas hechuras definitivas de gran río que ya no abandonará hasta su desembocadura en el mar. Y será también a ese mundo de rumores y fantasías al que se refiera el poeta Francisco Pino, cuando lleve a su amada a contemplar el Duero desde el alto balcón de Tordesillas: "De mi mano vendrás a ver el Duero. / Desde el alto balcón de Tordesillas; / te he de mostrar las amarillas / ramas del chopo y alas del jilguero". Y esas ramas del chopo y alas del jilguero fueron sin duda las que contemplaron don Pedro y doña María Padilla muchas tardes cuando, abandonando su palacio, paseaban su amor prohibido por este mismo lugar. Don Pedro abandonó a su mujer, doña Blanca de Borbón, a las 48 horas de su boda y corrió a refugiarse a Tordesillas, en los brazos de su amante sevillana. Pero como ésta añoraba el mundo arábigo, que había abandonado por seguir al rey, don Pedro mandó construir para ella un palacio árabe, del que aún pueden contemplarse un patio intacto, unos baños y diversos arcos en el monasterio de las Claras, como expresión de una de esas locuras a las que los amantes suelen ser tan proclives. Muchos años después, desde el mirador de ese mismo monasterio, doña Juana se pasaría las noches contemplando el río Duero, mientras en el interior del convento, rodeado de monjas por haberse calmado a esas alturas la furia de sus celos, reposaba el cadáver de don Felipe. Y sin duda tendría en su pensamiento los versos de Jorge Manrique, y al ver el Duero discurriendo en la distancia pensaría en él como mensajero de la muerte y de lo fútil de nuestro paso por este mundo. Pero así como las muchachas sorianas buscaban en las aguas de los ríos y las fuentes la flor misteriosa que habría de prometerles la dicha, el río Duero también evoca un mundo de tesoros escondidos en grutas y galerías. Un mundo que, tal como nos recuerdan Antonio Garrosa y Joaquín Díaz en su libro Padre Duer, casi siempre tiene que ver con la dominación mora, y las leyendas de pasajes, grutas y secretos que ésta dejó a sus espaldas. Y así, en estas tierras, todavía hace pocos años no era infrecuente oír hablar de la gruta del moro, y de otras historias semejantes en las que los mahometanos, al abandonar sus tierras, quedaron encerrados en grutas y galerías, custodiando fabulosas riquezas. O de moras que desde su interior llamaban a los cristianos con sus voces cristalinas, por añorar los alimentos y los ardores de la vida. Pero estas historias apenas se recuerdan ya, lo que puede que tenga que ver con la desaparición de los bosques que bordeaban el río Duero a su paso por la provincia de Valladolid, y a cuyo misterioso amparo llegaban a contarse. Grandes alisedas, choperas, olmedas, con su sotobosque inextricable, y que servían de refugio para una amplia fauna, han ido desapareciendo de estos lugares, quedando apenas unos restos en las inmediaciones de Castronuño, junto al pequeño embalse de San José, o en los alrededores del pueblo de Pollos. También en el tramo que lleva de Tordesillas a Toro, el Duero sigue siendo lo que era, y vuelve a recuperar su vieja filiación con las leyendas moras y los cuentos de Don Juan Manuel. Toro es la fuente del vino, un vino fuerte, muy rojo, casi negro, que enciende el paladar de los hombres de esta zona. El viajero que la visite podrá deleitarse ante un paisaje hermoso, lleno de arboledas y maizales, que le acompañará hasta la ciudad de Zamora. El poeta Blas de Otero saludó desde uno de los puentes de esta ciudad al impetuoso río con estos versos emocionados: "Por los puentes de Zamora, / sola y lenta, iba mi alma. / No por el puente de hierro. / El de piedra es el que amaba. / A ratos miraba el cielo, / a ratos miraba el agua". El poeta camina dividido, no sabiendo si decidirse por la ligereza del cielo o por la profundidad del agua. Pero ¿qué es el poeta sino un pájaro equivocado? Francisco Pino habló de esta doble naturaleza que hace al poeta andar siempre por donde no debe, siendo pájaro en las profundidades del aire y pez entre las nubes ligeras. Y Claudio Rodríguez lo hará de esa relación entre el rumor del río y el canto de los hombres: "Haz que tu ruido sea nuestro canto, / nuestro taller en vida". Una leyenda zamorana En los cuentos de hadas se encuentran muchos pájaros que hablan y cantan, simbolizando los anhelos amorosos, igual que las flechas o los vientecillos. Y ese loro de agua que es el poeta colabora en una leyenda zamorana con el obispo Atilano, del que se cuenta que, arrepentido de sus pecados, arrojó a las aguas su anillo pastoral, esperando que el recuperarlo fuera la señal cierta de que el cielo le había perdonado. Dos años después, en el vientre de un pescado, recibido de limosna para su humilde comida, el obispo encontró maravillado su anillo de amatista. Y así, dejando a Zamora atrás, entraremos en la provincia de Salamanca para encontrarnos con el río Tormes, cuyas veredas umbrías ayudaron a fray Luis de León a imaginar ese locus amoenis al que se refiere en su célebre canto a la vida retirada. "Del monte en la ladera / por mi mano plantado tengo un huerto, / que con la primavera / de bella flor cubierto, / ya, muestra en esperanza el fruto cierto". El Tormes desemboca en el río Duero, y no es difícil imaginar en sus densos bosques de ribera, sus espléndidos encinares y bosques de robles, ese lugar recogido y amable al que se refiere la oda de fray Luis. Pero enseguida cambia el paisaje y el río llega a los Arribes. Estos bravos paisajes fluviales, los cañones más extensos que existen en nuestro país, cautivaron por su fuerza, por sus proporciones, por su entorno natural, a Miguel de Unamuno, y no pueden dejar indiferente a ningún viajero que se acerque a ellos. Más allá, el río Duero se interna en Portugal, y corre decidido hacia su desembocadura en la ciudad de Oporto. La inminencia de ese final vuelve a traer a nuestro pensamiento ese mar cantado por Jorge Manrique que se confunde con la muerte; pero también ese mundo de flores, avecillas y delicados amantes que buscan solaz en su compañía. Como si la vida no estuviese precisamente en los honores, el deber o la fama, sino en ese mundo de devaneos, de danzas y músicas acordadas, tan semejantes a la verdura de las eras y al rocío de los prados. Ese mundo de amores furtivos, encantamientos y repentinas fascinaciones, reflejado en tantas cancioncillas populares en las que se advertía de los dulces peligros que podían hallarse junto a las fuentes: "En la fuente de agua clara, / con sus manos lavan la cara / él a ella y ella a él: / lavan la niña y el doncel. / En la fuente del rosel, / lavan la niña y el doncel". Cancioncilla que vuelve a hacer del agua el lugar de la vida y del gozo más atrevido y que nos devuelve a la estrofa más memorable de las coplas manriqueñas, aquella en la que el poeta, al preguntarse por los vestidos y los olores de las damas, por los corazones llenos de llamas de sus amantes, y por la música que les acompañó en sus danzas, transforma el tema del desengaño en un canto de sublime delicadeza a la belleza del mundo. José Jiménez Lozano tiene un poema titulado El precio. En él vemos hacer al poeta una lista apresurada de algunos de los dones humildes que ha recibido al vivir. Las tardes rojas, el canto del cuco, las construcciones de escarcha, los árboles entre la niebla, los ojos y las manos de los hombres, las dulzuras del amor. Todo eso, escribe, hay que pagarlo con la muerte. Pero enseguida añade: "Quizás no sea tan caro". Es posible que Jorge Manrique no llegue a decirnos nada parecido en sus Coplas..., pero la forma en la que evoca en ellas ese mundo de tocados, de caballeros encendidos por el fuego del amor y delicados suspiros es tan cautivadora y llena de luz que, a su lado, hasta la muerte misma nos parece demasiado previsible y sin interés. Y no es que la vida deje de ser por eso un río que, como el Duero, nos arrastra ineludiblemente hacia ese mar que es el morir; pero, ¿quién prestaría atención a una obviedad como ésta si, mientras ese momento llega, hemos logrado andar sobre sus aguas? - Gustavo Martín Garzo (Valladolid, 1948) recibió el Premio Nacional de Narrativa en 1994 por El lenguaje de las fuentes, y en 1999, el Premio Nadal por Las historias de Marta y Fernando.
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  • El Duero, desde su nacimiento en los Picos de Urbión hasta Oporto
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  • Paisajes y poemas del río duradero
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