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  • Mientras facturaba en el aeropuerto de Buenos Aires me sentía un poco como un cazador de recompensas. Iba a ver al asesino en serie más famoso de Argentina. Entre 1968 y 1988 mató a 32 personas que se habían acercado demasiado a él. No era un hombre. Era un glaciar: el Perito Moreno. Sus famosos desprendimientos o rupturas producen grandes olas y astillas de hielo que salen despedidas a decenas de metros, con enorme violencia. Así es como murieron aquellas personas. En el avión se sobrevuela la estepa patagónica, cubierta de arbustos que resisten las bajas temperaturas, la sequedad y los fuertes vientos, y en la que no crece ni un solo árbol. Para ver alguno hay que ir a El Calafate o al parque nacional de los Glaciares. Un río serpentea, allá hay una laguna, puntos de nieve salpican la llanura. Y de pronto se divisa un enorme lago, el Argentino, en una de cuyas orillas se halla El Calafate. Perteneciente a la provincia de Santa Cruz, El Calafate es una pequeña población de unos 7.000 habitantes, de la que resulta difícil decir si es fea o bonita. Tampoco es todo lo contrario. Muy extendida, de construcciones bajas de irregular calidad, algunas lindas o graciosas, de alegres colores o de pronunciados tejados a dos aguas, cuenta con todo tipo de servicios, incluyendo alguna buena librería. Lo que la ha hecho mundialmente conocida es el parque nacional de los Glaciares, a unos 50 kilómetros. De entre sus 350 glaciares, la estrella es el Perito Moreno, por las célebres rupturas y por su fácil accesibilidad (se puede ir por carretera). Si queremos ver a alguno de sus hermanos, existe la posibilidad de una excursión en barco, que lleva desde Puerto Bandera, atravesando la Boca del Diablo (nombre poco original, pero siempre efectivo) y navegando por el brazo norte del lago, hasta los glaciares Upsala (el mayor, con una superficie de 600 kilómetros cuadrados, aunque en disminución), Spegazzini y, tras desembarcar y realizar una breve caminata, Onelli, Agassiz y Bolado. Pero esto me aparta de mi objetivo. Desde El Calafate, una carretera de asfalto lleva hacia el parque nacional por un paisaje pelado, de tonos verdes, amarillentos, con cerros nevados al fondo, y con el azul del lago Argentino y de algunas lagunas, cuyas aguas animan patos, cauquenes y otras aves. Al entrar en el parque, ya por camino de ripio, empieza a haber bosque y arbustos, como el notro, con sus flores rojas. Imprevistamente, tras una curva, surge, imponente, el Perito Moreno, una masa de hielo en la que, además de blancos y azules, se perciben tonos grises y pardos, por los materiales que arrastra. Nieve comprimida Los glaciares son ríos de hielo formados por acumulación de nieve en los ventisqueros o cuencas superiores. La nieve se comprime, y forma la neviza, que al compactarse aún más constituye un hielo esponjoso o geloide, que a su vez, más comprimido, da lugar al hielo glaciar. El azul depende del grado de compactación del hielo y de la refracción de la luz. Curiosamente, Francisco Pascasio Moreno (1852-1919), el perito argentino en el litigio fronterizo con Chile, verdadero impulsor de los parques nacionales argentinos, jamás vio el glaciar que lleva su nombre. El Perito Moreno, majestuoso y soberbio, impone respeto y produce una especie de admirada excitación. Su frente es de unos cuatro kilómetros, y su altura varía entre los 30 y 60 metros sobre el nivel del lago. Los tonos azules aumentan su amenazante belleza. El hielo, al derretirse, forma chorros de agua que caen como cascadas de cristalitos. En su superficie, los bloques congelados toman formas caprichosas y atormentadas, originadas por los cambios de velocidad y pendiente. Grietas, cavidades y grutas se reparten por la sufriente masa. Dicen que de imágenes como ésta nace la bandera argentina: el azul del agua (aquí, en realidad, de un verde agrisado, conocido como leche glaciar, debido a las partículas minerales en suspensión), el blanco de la nieve o el hielo y el azul del cielo. Las pasarelas dispuestas para la observación del glaciar se distribuyen en tres niveles. El punto más cercano distará del gigante unos 130 metros. Un gigante que no permanece inmóvil ni silencioso: cada poco, aquí o allá, se desprende algún bloque de hielo con estrépito y aparatosidad. Esos desprendimientos constantes no son los que le han hecho tan famoso. El Perito Moreno tocó por primera vez la península de Magallanes en 1917. La primera gran ruptura data de 1939, y la última, de 1988. En su avance (es uno de los pocos glaciares del mundo que no está en retroceso), tapona el brazo rico del Argentino, haciendo un dique y provocando la subida de las aguas de dicho brazo. Si esto sucede por un periodo suficiente de tiempo, el nivel del brazo taponado sube casi 20 metros, y la presión termina por horadar y romper el dique, dando lugar a los desprendimientos y a una nueva separación del glaciar y la península. Cuando yo lo vi, el proceso estaba iniciado, lo que no significa que se desarrolle hasta llegar a su espectacular final. Tras observar desde las pasarelas el glaciar, fuimos en autobús a Punta Bandera para iniciar la excursión que nos llevaría a caminar sobre él. Desde allí, una lancha nos acercó al Perito Moreno, navegando unos 20 minutos por el canal de los Témpanos. Los témpanos, hermosos icebergs de variadas formas, algunos de los cuales parecen trozos de cielo congelado, se desprenden por la ablación y el movimiento del agua. Tras desembarcar en Bajo de las Sombras, flanqueamos el bosque andino de lengas hasta el borde del glaciar, donde los guías nos calzaron los crampones, imprescindibles para caminar sobre el hielo. En la orilla, el glaciar se extiende en suaves ondulaciones, como dunas, que pronto se convierten en agudas crestas, los seracs, semejantes a rocas jóvenes. Es como una montaña, pero de hielo, que a veces parece picado. Los tonos increíbles de azul, pálido, celeste, marino, los grises, blancos y pardos, las hendiduras y grietas, los sumideros donde el agua se mete para correr por debajo del hielo hasta desembocar en el lago, el murmullo de las corrientes, los arroyos de la superficie, el sonido de nuestras pisadas, todo, hace de esa experiencia algo único y maravilloso, al alcance de cualquiera que llegue hasta allí: no solamente una anciana de 70 años, sino yo mismo, terminamos la excursión sin haber sufrido ningún percance. El calafate es un arbusto espinoso, de flores amarillas en primavera y frutos morados en invierno. Dicen que quien los prueba vuelve. Yo no los probé. Pero para desear volver basta con haber visto la imponente pared de hielo blanco, marrón y azul, y haber escuchado los crujidos que causa su excesivamente ceñido traje de roca. Cuando me acuerdo del glaciar vuelvo a sentirme como un cazador de recompensas. Alguien puede objetar que no cobré, sino que pagué. Pero lo que importa es que obtuve mi recompensa. Un extraño gozo, una sensación de pureza y plenitud y de que todo, pese a todo, es aún posible. Una rara euforia. - Martín Casariego (Madrid, 1962) es autor de La primavera corta, el largo invierno (1999).
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  • Excursión al Perito Moreno desde la población argentina de El Calafate
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  • Euforia frente al coloso de hielo
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