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  • Pasear ahora mismo por las calles de Génova es como rasgar la piel de una primavera a cal y canto: van cayendo como cáscaras inútiles andamios y lonetas, y aparece debajo la yema renacida de los edificios, colores y brillos como sólo son capaces de imaginar en ese litoral fauvista de la Liguria. Génova será durante este año Capital Europea de la Cultura (junto con la francesa Lille) y quiere aprovechar la ocasión para algo más que lavarse la cara y prender unas cuantas farolas de diseño. No es la primera intentona para salir de una modorra fastidiosa: ya en el 92 quiso competir con Sevilla, organizó su propia Expo, quemó cartuchos de pólvora colombina y sacó en limpio algo tangible: la recuperación del Puerto Antiguo, concebida por Renzo Piano (que es genovés) y que abrocha el puerto con la ciudad crecida a sus espaldas. Ahora es otra cosa. Es el momento histórico -así se percibe- de volver al antiguo esplendor. Quienes rozan a toda prisa el labio de la ciudad por las autopistas sopraelevate que recorren los 34 kilómetros de fachada de esa aglomeración imposible, crecida verticalmente entre la montaña y el mar, no pueden sospechar la grandeza de esa metrópoli funambulista, que llegó a ser una República orgullosa, una de las potencias en el Mediterráneo medieval. Su poderío comercial se inició en el siglo XIII, con familias como la Boccanegra, uno de cuyos miembros, Simón, fue proclamado dogo entre las intrigas propias de la época, recreadas por Giuseppe Verdi en su célebre ópera (por supuesto, programada esta temporada en el Carlo Felice). Entre los siglos XIV y XVI, Génova perdió protagonismo mercantil, pero lo suplió con creces merced a sus finanzas. Fue el llamado "siglo de los genoveses", la época del astuto Andrea Doria (que apostó por nuestro Carlos V) y de los banqueros que prestaban dinero a la Corona española, obteniendo pingües intereses. Se decía que "el oro nace en América, muere en España y recibe cristiana sepultura en Génova". Tugurios en Via del Campo Cuando los reyes españoles, arruinados, cortaron el grifo, se acabaron las alegrías. Pero ya para entonces se habían llenado de palacios calles como Via Nuova o Áurea (ahora, Via Garibaldi) o la calle de Balbi, se habían amueblado con lujo principesco los aposentos burgueses, se habían comprado o encargado cuadros a los mejores artistas -Rubens vivió y pintó mucho en Génova, y será, claro está, uno de los protagonistas de este año cultural-. La decadencia es siempre dorada en sus inicios; los primeros rescoldos del XVII dejaron todavía palacios, villas y jardines. Fue también en ese siglo cuando se protegió la espalda urbana con las "murallas nuevas", un cinturón montano, reforzado en el XIX con varios fortines, que los genoveses (italianos al fin) comparan sin pudor ¡con la Muralla China! Más tarde vino la decadencia áspera, la de ese tipismo de callejón canalla y desconchones en la existencia; charca nutricia para bohemios y cantautores, muy copiosos en Génova: como Fabrizio de Andrè, muerto hace sólo tres años, que cantaba a las putas y tugurios de Via del Campo; estos rapsodas se mojaron más con su ciudad que otros paisanos de campanillas, como el poeta y premio Nobel Eugenio Montale, que hasta en sus Ossi di sepia más localistas volaba demasiado alto. De todos modos, estamos hablando de una decadencia relativa. No hay que olvidar que Génova sigue siendo el primer puerto de Italia (y del Mediterráneo); que es la mayor terminal europea de cruceros; que ha desarrollado un cierto tejido industrial, financiero y de servicios. Y que fue atesorando, en sus centurias de gloria, un casco histórico que se encuentra entre los más extensos de Europa. Si no fuera porque Génova está, como quien dice, en un corredor de entrada a otras ciudades italianas de gran opulencia artística, su patrimonio estaría más reconocido. De hecho, más que secreta parece una de esas "ciudades invisibles" que imaginaba el también paisano Italo Calvino. Pero Génova tiene una catedral de gótico sienés, a rayas de cebra, con un arca de plata que esconde, entre otros prodigios, el Sacro Catino (santo grial o cáliz que desafía al que veneran en Valencia). Tiene un puñado de iglesias románicas, perdidas entre los carrugi o callejones herrumbrosos que las envuelven como telas de araña donde nada bueno parece esperar al incauto. Tiene un montón de palacios, no sólo el de los dogos o Palacio Ducal, el Palazzo Reale o el del Príncipe: algunos, como los palacios Rosso, Bianco y Tursi de Via Garibaldi, son museos desde hace tiempo, otros están ocupados por bancos o corporaciones; otros muchos, como los llamados "de los rolli" (por unos rollos o distintivos para significar que podían hospedar a reyes o visitantes nobles, en tiempos de la República), están siendo especialmente recuperados con motivo de la capitalidad cultural.
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  • Génova recupera su vitalidad como Capital Cultural Europea 2004
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  • La ciudad de los palacios de colores
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