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  • Las Rías Bajas son un paisaje muy domesticado. Y casi siempre para bien. Sus habitantes llevan miles de años cultivando las laderas, pescando en sus aguas y modelando la costa con puertos y muelles. El encanto evidente de este panorama dulce y laborioso no se escapa a nadie, pese a las plantaciones de eucaliptos fuera de control, las atrocidades urbanísticas ocasionales -ay, si Valle-Inclán levantara la cabeza y viera los bloques de pisos de su ría de Arosa-, las fábricas de papel a pie de agua y los alardes de prosperidad mal entendida. Pero que no se desilusionen quienes crean que no quedan en ellas zonas vírgenes: en la ría de Muros y Noia (la más alta de las Bajas) quedan aún playas vírgenes y espacios naturales poco amansados. Lo ideal es entrar a ella por su fondo, desde Noia, un pueblo pesquero de cierto encanto y con una iglesia soberbia: en el siglo XII, al decorar San Martiño, algún maestro cantero inteligente tuvo el buen sentido de inspirarse en el abrumador pórtico de la Gloria de la vecina Compostela. El resultado es una versión elegante y abreviada -casi en miniatura- de la obra del maestro Mateo. Merece la pena. Pero la excursión no va de monumentos, y lo mejor es enfilar por la ribera sur de la ría hasta llegar al castro de Baroña, tras dejar el coche en un aparcamiento a pie de carretera. Hasta los más insensibles a los encantos de la historia ibérica prerromana dejarán de rezongar cuando, tras un paseíto entre pinos, lleguen al promontorio desde el que se ven las ruinas del cercano castro y su entorno. Parece que los historiadores romanos hablaron mucho de los fundadores de esta aldea fortificada, la tribu de los praestamarcos, cuyos diferentes clanes fueron los primitivos vecinos de toda la zona. Se barajan muchas hipótesis sobre su origen, pero no hace falta ser un erudito en la materia para apreciar el extraordinario lugar que el clan de Baroña, con gusto moderno y casi hollywoodiense, eligió para plantar sus reales: sobre un islote de grandes rocas de granito -casi parecen de atrezzo- unido a la costa por un estrecho tómbolo de arena reforzado por murallas paralelas. La boca de la ría se abre tras él, y puede verse a lo lejos el mítico monte Louro surgiendo directamente del mar, azulísimo y bastante bravo. Por supuesto, la razón de tan pintoresco emplazamiento fue mucho más defensiva que estética. Y parece que exitosa, porque el castro permaneció habitado hasta la llegada de los suevos y la evaporación del dominio romano. Marisco en las bajamares El mar no sólo ofreció protección. Los praestamarcos vivían de la pesca, y las rocas batidas por las olas que rodean la aldea ofrecían un amplio surtido de mejillones, lapas, percebes, pulpos y marisco variado en las bajamares: un súper justo en la esquina que debió resultar muy socorrido para las aguerridas amas de casa praestamarcas, entre batalla y batalla. Un paseo por los peñascos que sirven de base al castro permite apreciar cuánta vida alberga el más mínimo charco entre mareas. Es de rocas así de donde se extrae la mexilla, las crías de mejillones que luego engordan en las bateas situadas en las rías. Galicia produce alrededor del 50% del mejillón mundial, pero a esta altura la ría de Muros es demasiado abierta y no permite la instalación de esas bateas que tanto encanto dan a la vecina Arosa. Al lado está la espléndida playa de Arealonga: ojo, se trata de una playa naturista -naturalista, dice un cartelito-, así que no pasa nada si alguien se olvidó el bañador en casa. Está rodeada de pinares y sembrados, y sólo un chaletazo de cuatro pisos y tejado en forma de hongo afea el paisaje: misterios de la especulación urbanística... La playa se orienta al oeste, y cuenta con tantas horas de sol como pueda tener el día. En verano, los atardeceres sobre el mar son espectaculares, y los disfrutan muchos universitarios repetidores santiagueses: ésta es una de las playas de buen rollito por excelencia de la ciudad. Siguiendo ruta unos 20 kilómetros, ya en mar abierto y antes de doblar la esquina que nos separa de la ría de Arosa, se encuentra el parque natural de las Dunas de Corrubedo: una amplia playa de cuatro kilómetros a cuya espalda se eleva el complejo dunar que le da nombre -el más llamativo del norte de la Península- y toda una red de marismas y lagunas salobres, llenas de endemismos botánicos y lugar de cría e invernada de muchas aves. Son, por cierto, ecosistemas jovencísimos en términos geológicos: se formaron no hace más de 15.000 años. Y morirán también jóvenes: están condenadas a desaparecer a medida que los sedimentos llevados por las mareas y el viento vayan colmatándolas. Conviene por eso disfrutarlas mientras se pueda, porque en otros cuantos miles de años no estarán tan a mano. El centro de recepción ofrece numerosos folletos y rutas a pie; las pasarelas de madera que las marcan, estilo eco-picapiedra, pueden irritar a los amantes de lo auténtico, y de algún modo es cierto que parquetematizan el paseo. Pero son necesarias en este caso: las dunas y la vegetación son frágiles y el trasiego de miles de visitantes a su aire acabaría por dañarlas irremediablemente. Bastante malo es ya que casi todo el mundo, al llegar a la cima de la gran duna móvil, tenga la feliz ocurrencia de dejarse caer rodando hasta la base. Y precisamente esa gran duna, de hasta 16 metros de altura, un kilómetro de larga y 250 metros de ancha, es un ejemplo de cómo no toda la naturaleza está domesticada por aquí. Los vientos la hacen avanzar inexorablemente en dirección al cercano pueblecito de Olveira, sepultando bajo la arena todo lo que encuentra a su paso. Que no cunda el pánico: el ataque de la duna móvil -qué gran título de serie B- se desarrolla a un ritmo de escasos centímetros por año, y los olveirenses tienen aún siglos de tranquilidad por delante. Bichicomas En lo más alto del gigantesco montón de arena se tiene la sensación de pisar un pequeño Sáhara. Al fondo queda la extensísima playa, salpicada de islotes de granito contra los que el Atlántico bate con fuerza. El conjunto es áspero, de una belleza mineral e inhóspita, y tiene poco que ver con el verde apacible de los montes de los alrededores. En realidad, el cabo de Corrubedo es aún famoso por sus peligros para navegantes. La leyenda negra de la zona, que no podía faltar, habla de una variante local de los beachcombers ingleses, que alumbraban hogueras en las noches de temporal para desorientar a los navíos, llevarlos a los rompientes y recoger después, en la playa, los restos del naufragio. Algo debe haber de verdad, porque en las Rías Bajas aún llaman bichicomas a la personas roñosas y trapaceras. Al bajar a la orilla podemos toparnos con unas extrañas labradoras de arena: son las berberecheiras, que con una pequeña azada extraen el preciado bicho (no, no se cría directamente en lata). Y también con alguna dorna, la elegante barca tradicional de las Rías Bajas. Su quilla estilizada recuerda las pelis de vikingos, y no es frivolidad: esta zona fue muy castigada por las invasiones normandas durante la Edad Media, y algo se pegó de la cultura de los atacantes. En Escandinavia se encuentran embarcaciones muy parecidas. Para terminar el día, vale la pena subir al mirador del monte de A Curota, en el lado sur del cabo: en días claros pueden verse de un solo golpe de ojo las tres grandes rías (Arosa, Pontevedra y Vigo) y las bien nombradas islas de Sálvora y Ons. Al fondo se adivina casi la raya de Portugal. Al caer el sol, quita el aliento.
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  • De Noia a las dunas de Corrubedo, un rico ecosistema coruñés
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  • Historias que se oyen en la ría
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