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  • Santiago de Compostela es una ciudad más que acostumbrada a los aluviones de forasteros. Se construyó en gran parte pensando en ellos, y por eso es muy difícil que allí nos agobien las multitudes. Por muchos visitantes que lleguen, el Obradoiro o la Quintana dos Mortos siempre parecen holgadas, siempre dejan espacio al que pasea sin rumbo. Y ante las hordas de turistas y peregrinos, los infinitos puestos de souvenirs, la proliferación de guías y grupos hablando en todos los idiomas del mundo, siempre queda el consuelo de imaginar que así debió ser el aspecto de la ciudad en el pasado: desde la Edad Media, el bullicio políglota ha sido consustancial a su historia y le ha dejado ese aire abierto y acogedor que tanto la diferencia de otras ciudades gallegas más ensimismadas. Pero es cierto que en años xacobeos como éste la afluencia crece aún más, y que Compostela -como todas las ciudades en que conviven autóctonos y visitantes en gran número- se guarda en la recámara otra personalidad, más tímida, más recelosa, que no se presta al baño de multitudes y que puede pasar inadvertida para quien se zambulle, nada más llegar, en el gentío que abarrota la catedral y las calles que llevan a ella. Para Torrente Ballester, Santiago consistía "en una complicada colaboración permanente de las piedras y el aire". Y para entenderlo, en años así, no es mala idea dar unos cuantos rodeos antes de entrar en el meollo, retrasar el momento de acercarse al Pórtico de la Gloria y andar por los caminos secundarios que siempre acaban desembocando en la catedral. La entrada tradicional a la ciudad, por la que llegaban los peregrinos del Camino Francés, resulta sorprendentemente discreta: la Porta do Camiño es una placita agradable (de la puerta de la muralla sólo queda el nombre) que da paso sin alharacas al casco viejo desde la Rua de San Pedro, tan llena de comercios tradicionales y tan animada a primera hora de la mañana hoy como lo estuvo desde el siglo XII, al calor del flujo de peregrinos. Antes de entrar, mejor remolonear un poco. A la derecha queda el hermoso monasterio de San Domingos de Bonaval, con la mejor cabecera gótica de la ciudad. A finales del XIX se convirtió en Panteón de Gallegos Ilustres, siguiendo el furor de la época por los monumentos a próceres y prohombres locales. Allí está Castelao y, sobre todo, la gallega ilustre por excelencia: Rosalía de Castro, en una luminosa capillita que no le habría disgustado del todo, aunque ya Jorge Guillén se lamentaba: "¡Qué lastima que sea tan oficial y tan fea la tumba de Rosalía!". No hay que hacer caso, porque a pesar de todo el sitio tiene un cierto encanto anticuado. En una esquina del claustro, además, se esconde un espléndido artefacto que está entre lo mejor de la arquitectura barroca española: la torre con triple y vertiginosa escalera helicoidal, formada por tres rampas independientes que dan acceso a los diferentes pisos y culminan en el mirador que domina la ciudad. Ya la hubiera querido Hitchcock para arrojar desde ella al vacío a Kim Novak. La diseñó en el XVIII el interesantísimo Domingo de Andrade, arquitecto local que se lució también con la soberbia torre del Reloj de la catedral. Entre los admiradores confesos de Andrade están Manuel Rivas -"La segunda gran escalera de Santiago, después de la de la Quintana"- y Álvaro Siza, que justo frente al monasterio tiene una de sus obras más conocidas: el Centro Galego de Arte Contemporáneo (O Cegac para los santiagueses). Se terminó en 1993, y aunque no fuese gratis valdría la pena entrar: por la programación, desde luego, que suele ofrecer exposiciones y actividades de interés y nivel más que alto; y por disfrutar de los interiores fluidos y elegantes de Siza. El exterior es sobrio y dialoga en armonía con el entorno gracias a su revestimiento de granito, la piedra omnipresente en la ciudad. Una vez más, Siza mostró su proverbial inteligencia de los lugares: fue muy consciente de que Santiago, con su enorme carga simbólica, no era el marco apropiado para el lucimiento estridente o pretencioso. Huerta y monasterio Un poco más de su mano puede verse en el bonito parque aterrazado tras el CGAC, en lo que fue la antigua huerta y camposanto del monasterio. No es mal sitio para tumbarse un rato en la hierba al sol mañanero (si hay suerte) y hacerse una primera idea del hermoso skyline de la ciudad: al fondo se ven ya, de espaldas, las múltiples torres de la catedral. Los coleccionistas de rarezas arquitectónicas pueden tirar luego a la derecha, hasta la Rua de San Roque. El convento de Santa Clara, aún extramuros, ofrece una de las fachadas más extrañas de todo el barroco europeo. "La tomadura de pelo más arquitectónica que puede concebirse" (otra vez Torrente Ballester) la construyó en 1719 Simón Rodríguez, otro genio local poco conocido. Parece muchísimo más moderna, con sus abruptos perfiles casi pre-brutalistas y su remate a base de cilindros gigantescos, volúmenes abstractos siempre a punto de echar a rodar a un lado u otro. Es una obra fascinante y compleja que merecería mucho más espacio en los manuales del periodo. Ya en el casco viejo, cerca de la Porta do Camiño, hay que acercarse aún de mañana al mercado de Abastos, en un bonito edificio regio-racionalista de los años veinte, porque sólo se entiende bien una ciudad tras visitar sus mercados. Éste explica cómo Santiago aún mantiene (¿por cuánto tiempo?) los vínculos con el cinturón rural de huertas que rodea sus rueiros o arrabales históricos: allí están todavía esas mujeres de negro con sus cestos de mimbre y sus manojos de grelos anudados con mimbres, las ristras de cebollas y ajos trenzados, las manzanas y las peras de huerta; y las pescaderas, con sus monstruos abisales y su marisco fresco vivito y coleando. Los puestos abiertos empiezan a ralear, claro, porque los híper y los súper roban clientela. No todo tienen que ser estampas de Castelao en vivo: enfrente del mercado, la imprescindible galería de arte contemporáneo Trinta lleva en su sitio desde 1985. Es la responsable del lanzamiento de la llamada Generación Atlántica de artistas gallegos: Leiro, Lamazares o Menchu Lamas, entre otros. Siempre tiene algo interesante. Y un poco más abajo, la Rua del Patio de Madres lleva a la estupenda colegiata románica de Santa María do Sar, a la orilla del Sar, ese riachuelo de aspecto doméstico y nombre exótico que tanto cantó Rosalía. Hay que intentar por todos los medios ver su interior: es una especie de torre de Pisa gallega vuelta del revés, porque desde el principio las columnas que separan las naves empezaron a hundirse en el terreno blando a falta de buenos cimientos, y hoy se ven tan inclinadas en uno y otro sentido que dan mareo. El claustro de Santa María fue decorado por canteros del taller del maestro Mateo. Pero para ver su gran obra, el Pórtico de la Gloria, es bueno esperar a la hora de comer, cuando la catedral está más tranquila. Se le pueden dedicar horas, y se ha escrito muchísimo sobre él. "Védeos: parece que os labios moven, que falan quedo...", decía Rosalía de sus apóstoles tallados. "Bueno, ¿y qué?", contestaría luego un Torrente Ballester harto de mística. Nos limitaremos a aconsejar que se guarden fuerzas para visitar la cripta sobre la que se alza, también del maestro. Es imprescindible para comprender cabalmente el complejísimo y sofisticado programa iconográfico del conjunto. Al lado, también del taller de Mateo, está el palacio arzobispal de Gelmírez, casi siempre medio vacío. Su inmenso salón de banquetes es una de las muestras de arquitectura civil medieval más importante de Europa. Los jugosos capiteles muestran escenas de festejos y celebraciones de la época, con saltimbanquis, domadores de osos, coperos y todo tipo de manjares servidos en grandes bandejas. No tiene desperdicio. Si tanto banquete azuza el hambre, casi cualquier restaurante de la ciudad (escasean, sorprendentemente, las tourist traps, es decir, trampas para turistas: con las cosas de comer no se juega en Galicia) ofrece materias primas de primera calidad, pescado, carne, caldos y mariscos proverbiales. Cerca de Bonaval, precisamente, está O Dezaseis, el restaurante-tasca ilustrada de moda entre los santiagueses jóvenes y branchés. El ambiente es agradable y cuidado, sin las pretensiones rusticistas de tantos otros, y la carta ofrece, en su punto exacto, todas las especialidades de la cocina gallega. No descubrirán la pólvora, eso sí, así que conviene reservar. Si hace calor -y en Santiago, en verano suele hacerlo- la hora del café se pasa muy a gusto en la terraza del hotel Costa Vella, en un jardincito secreto empotrado en la altísima cerca de San Martín Pinario y suspendido sobre las torres de San Francisco, que asoman justo debajo. O en el Derby, el café literario por excelencia desde 1929, con toda su solera: en él tenía su tertulia Valle Inclán. El parque de la Alameda No basta con los mercados para investigar en el alma de las ciudades: también los parques ayudan. Al caer la tarde lo suyo es acercarse a la Alameda, el parque público por excelencia de Santiago. Nada de vanguardismos a la Siza por aquí: más bien parterres de boj, camelios recortados y el eterno quiosco de música de todas las capitales de provincia. A la hora del paseo los compostelanos de toda la vida se dan una vuelta por el paseo de la Herradura. Con sus carballos cubiertos de helechos, ofrece la mejor vista de la fachada norte de la ciudad, con todas sus torres en perspectiva: parece haber sido construida para ser vista desde este punto exacto. Se dice que aquí venía a sentarse todas las tardes, al final de su vida, un baqueteado Valle Inclán. Es difícil saber si le haría mucha gracia la estatuita de tamaño natural que alguna comisión de ornato público ha tenido a bien sentar en su banco favorito del paseo, para que la gente se haga fotos con el brazo por encima de su hombro. Pero el sitio, desde luego, no podía ser mejor. Ya de noche se puede tomar una copa en cualquiera de los cientos de bares de Santiago, frecuentados sobre todo por estudiantes y extrañamente más tranquilos durante el fin de semana. El más cool es el Abastos, enfrente del mercado; el más alternativo, el Camalea, siempre animado, con buena música y buenos cócteles, en una esquinita de la hermosa plaza del Pinario; y para bailar sin complejos lo que echen, el antiguo cine Capitol, transformado con buen gusto en una discoteca pinturera y abarrotada. De retirada -cuanto más solos mejor, por una vez- hay que arreglárselas para pasar por la Quintana dos Mortos, la plaza más bella de Santiago y tal vez del mundo. Ocupa el solar del antiguo cementerio medieval -de ahí el nombre- y es a esa hora, despacio y en silencio, cuando mejor y con más aprovechamiento puede cruzarse. Siempre queda encendida alguna luz misteriosa tras las rejas altísimas del convento de San Paio, y retumban las horas y los cuartos del reloj de la imponente torre Berenguela (decía Cunqueiro que sonaban tan bien que hacían mejorar el vino). Lorca entendió que seguramente de madrugada bailan por el aire los espíritus del cementerio desaparecido, y les dedicó el mejor de sus Seis poemas galegos: "¿Quén fita meus grises vidros / cheos de nubens seus ollos? É a lúa, é a lúa / na Quintana dos Mortos. / ¡Sí, a lúa, a lúa / coronada de toxos / que baila, e baila, e baila / na Quintana dos Mortos!".
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  • El Xacobeo 2004 abre las puertas del universo paralelo de la ciudad
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