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  • Cuando piensa en Suiza, acuden a la mente del viajero coloridas imágenes de valles y montañas, de chocolates, relojes y bancos dominados por la ley del silencio. El silencio es, de algún modo, una seña de identidad del país helvético. El silencio de un territorio que es toda una reserva natural en la que predominan los colores tranquilos de sus campos, de sus ríos y lagos, y la serenidad de sus cumbres nevadas. O el silencio de la neutralidad, que ha mantenido a Suiza a resguardo de dos guerras mundiales y que también la ha enriquecido con dinero procedente del resto del mundo (no siempre tan limpio como el aire que circula por sus imponentes macizos rocosos); o el de sus apacibles pueblecitos, que conviven los unos al lado de los otros sin apenas molestarse, decidiendo en sus asuntos y sin ganas de inmiscuirse en los del resto de la Confederación, por no hablar de los del resto del universo, como si Suiza estuviera formada por una multitud de diminutos reinos de taifa que hubieran llegado a un pacto de no injerencia en asuntos exteriores, entendiendo por exteriores cualquier cosa que ocurra o transcurra fuera del territorio municipal de cada uno de ellos. Aunque, sobre todo, Suiza sea un país en el que la naturaleza despliega toda su exquisitez, aderezada por la huella armoniosa de una arquitectura que suaviza como pocas los afilados ángulos de la historia humana. Si se desea recorrer el país entero lo recomendable es comenzar por Ginebra, la puerta de Suiza por excelencia, y después seguir un orden lógico en el recorrido. Primero, Lausana, y las preciosas riberas del lago Leman, y después, algunas alternativas: encaminarse a Berna, la capital, por Friburgo; dirigirse al norte, por Neuchâtel y el país del Jura hasta llegar a Basilea, o bien enfilar hacia el sur, hasta un extremo del lago Leman, aprovechando, si es posible, para visitar Coppet y su espléndido castillo, o la deliciosa Annecy, ya en Francia. Lo más práctico es dirigirse a Basilea, Berna y después Interlaken (donde disfrutar de los paisajes montañosos más espectaculares y típicos de Suiza), y a continuación viajar hacia Lucerna y Zúrich (el centro neurálgico del dinero suizo), desde donde el viajero puede ir hacia el norte para extasiarse con las cataratas del Rin (grandiosas al inicio del verano, cuando la nieve empieza a fundirse: el Rin alcanza 137 metros de anchura en ese punto) y San Gall (Liechtenstein y el lago Constanza se encuentran cerca). Más tarde se puede viajar hacia el sur, hacia Coira, la región de los Grisones, Saint Moritz y el cantón del Tesino, de habla italiana, con las bellísimas Lugano y Locarno rodeadas de espléndidas montañas y lagos rabiosamente azules. Finalmente se puede volver hacia el norte, a Andermatt, el valle del Ródano, Brig y Sion, para regresar a Ginebra, el punto de partida y final del viaje. Ginebra Llegados a Ginebra es casi imprescindible dar una vuelta por el lago Leman: los barcos zarpan de los embarcaderos del Quai de Mont-Blanc, cerca del Gran Casino, y desde ellos se puede disfrutar de unas vistas privilegiadas, incluido el Jet d'Eau, símbolo de la ciudad, un enorme chorro de agua impulsado por bombas gigantes que lanzan un géiser artificial hacia el cielo que llega a alcanzar hasta 145 metros de altura. Tan potente que, en los días de viento, se apagan los motores para que no empape los edificios vecinos. También es posible vislumbrar, entre las mansiones ginebrinas que miran elegantemente hacia el lago, aquella en la que Mary Shelley escribió, en compañía de lord Byron, de Polidori y de su marido, la novela Frankenstein a la edad de 19 años. En los días de invierno es fácil imaginar al monstruo, producto de la imaginación de la adolescente Mary, pisando las orillas del Leman y encaminándose al encuentro del amor, de la necesidad y de la fatalidad, pero sobre todo de su destino. Aunque Ginebra es mucho más que las aguas plateadas o brumosas del lago Leman: es sin duda la urbe más abierta e internacional de Suiza, multitud de lenguas se hablan por sus calles medievales, y pueden degustarse mil sabores en sus restaurantes de tantas nacionalidades como razas conviven en la ciudad. Llena de embarcaderos, puentes y barrios monumentales, Ginebra conserva la impronta de su pasado en cada rincón, desde la Promenade des Bastions, y su Muro de los Reformadores, al casco antiguo o la Place de Bel-Air; de la iglesia de St. Germain al Hôtel de Ville; de la casa Travel a la Place du Perron o la Cathédrale Saint Pierre, corazón esta última de los asuntos espirituales de la ciudad, desde la que Calvino dirigió durante 25 años los destinos de sus feligreses con mano -con mano, y con todo lo demás- de hierro y fuego. Berna Situada en la Suiza alemana, Berna es la capital de la Confederación. Se levanta sobre las cenizas de un terrible incendio que destruyó la mayoría de sus casas de madera en 1405. Sus habitantes las reconstruyeron en piedra arenisca sobre los cimientos de los edificios devastados, y ahora forman el casco antiguo. Berna es una ciudad de fuentes, de soportales, de sótanos, de pasadizos y de puentes que franquean el paso de un lado a otro del río Aare, un intrépido caudal de aguas de un verde azulado cuyo discurrir alegre y turbulento contempló Albert Einstein -quizá mientras reflexionaba sobre su teoría de la relatividad, en el curso 1908-1909, cuando fue profesor de la vieja y prestigiosa Universidad local y se encontró con que sólo tenía cuatro alumnos que atender-; la iglesia del Espíritu Santo, la torre de la Prisión, la torre del Reloj, Kornhausplatz, Münsterplatz y Marktgasse son algunos de sus rincones más emblemáticos, además de la fosa de los Osos (el oso es el símbolo de Berna), al lado del jardín de las Rosas, desde el que se puede admirar una vista muy hermosa del oeste de la ciudad. Basilea En Basilea, el Rin se hace navegable y abre una vía hacia el mar. La ciudad portuaria fluvial por excelencia de Suiza se encuentra entre Francia y Alemania, lugar privilegiado de viejas rutas comerciales, arrebujado entre las montañas del Jura y la Selva Negra. Basilea es la ciudad de Erasmo de Rotterdam, con una larga y brillante tradición, tanto cultural (Nietzsche fue profesor de Filología Clásica en su vieja y prestigiosa Universidad), como de acogimiento de intelectuales y artistas. La ciudad se extiende a lo largo de las dos orillas del Rin, que puede cruzarse a través de varios puentes, el más antiguo de ellos construido en el siglo XIII. La Gran Basilea, el centro residencial, el casco antiguo y los barrios comerciales están a la izquierda, y a la derecha, en la Pequeña Basilea, se encuentran instaladas la mayoría de las industrias químicas y farmacéuticas que son motores imprescindibles, de su economía. Una vez aquí se puede aprovechar para visitar la Selva Negra, la famosa Schwarzwald, de nombre enigmático y sugerente, al otro lado de la frontera con Alemania, y disfrutar del paisaje haciendo un pequeño viaje de ida y vuelta en tren, en el mismo día. Basilea es viva, culta, abierta y tolerante porque goza de un continuo tráfico de ideas y de personas, propio de las ciudades fronterizas, y sabe aprovecharlo. Y es que su situación geográfica es excepcional: desde su puerto se pueden contemplar tres países a la vez, Suiza, Francia y Alemania, y Basilea no ignora a ninguno de ellos, ni al resto del mundo. También es una ciudad de museos y de galerías de arte, de festivales, marchantes y exposiciones nacionales e internacionales de arte. El Historisches Museum, Kuntshalle, Kunstmuseum, el Museo Etnológico y el de Historia Natural son sólo algunos de sus interesantísimos museos. Una buena idea es acercarse a la Fundación Beyeler, en Riehen, un pueblecito muy cerca de Basilea donde ahora mismo hay, entre otras, una exposición temporal de pinturas de Miró. El edificio del museo es una obra muy lograda de Renzo Piano, todo un modelo de arquitectura museística. Una excursión ideal es ver la colección y quedarse a comer en el restaurante anexo al museo. Otra opción interesante puede ser cruzar la frontera alemana y visitar el Museo Vitra, en Weil am Rhein, dedicado al mobiliario contemporáneo, sobre todo a las sillas, que ofrece exposiciones en un magnífico edificio de Frank Gehry. En el complejo fabril hay también edificios firmados por Zaha Hadid, Álvaro Siza, Nicholas Grimshaw y Tadao Ando, todo un lujo que sin duda disfrutarán los aficionados a la arquitectura contemporánea. Zúrich Y si Basilea fue conocida como la Atenas suiza, y sigue siendo hoy día un centro artístico y humanista de los más activos de Europa, Zúrich es sin duda la hucha de la Confederación. El dinero circula por sus calles como un paseante más. Bancos y tiendas de lujo, sin embargo, no desmerecen la belleza urbana de la ciudad, que se extiende en una cuenca arropada entre colinas, en el lugar donde el río Limmat se escapa del lago y el río Sihl desemboca. El centro de Zúrich se encuentra en la encrucijada de estos dos ríos, y logra domarlos con su atractivo paisaje urbano, a la manera de una península que se aventurara hacia un delicado mar de agua dulce. Lucerna La ciudad se encuentra situada en el corazón de Suiza, y en el de muchos de sus visitantes, desde Tolstói, para el que la belleza de su cielo servía de inspiración, al de tantos melómanos que asisten a su célebre festival de música cada agosto. Fue un pueblo de pescadores al que acudieron unos monjes alsacianos en el siglo VIII, impulsando a partir de entonces la actividad comercial alrededor de su monasterio benedictino. Junto al lago de los Cuatro Cantones, el quinto más grande de Suiza, Lucerna está dividida en dos por el río Reuss, que es navegable, y rodeada de altas montañas (el Bürgenstock y el Pilatus, de 1.128 y 2.129 metros de altura), ofreciendo un paisaje tan encantador que parece salido de cuento de hadas. Ninguno de sus rincones y monumentos tiene desperdicio, pero merece la pena destacar la escultura de Lukas Ahorn de un león moribundo esculpido en roca viva, instalada en el Löwendenkmal, un jardincito delicioso, porque Mark Twain lo definió como "el más triste y conmovedor trozo de roca del mundo". Interlaken Si se viaja desde Berna hasta Lucerna es recomendable visitar de paso Thun, en la orilla noroeste del lago del mismo nombre, para poder ver el nacimiento del río Aare, de una belleza tan turbadora que se diría perfecta; también Spiez, Kandersteg y Gstaad, este último rodeado de glaciares y bosques, y destino favorito para las vacaciones de los miembros de la realeza y la jet-set europeas. Luego, ya en Interlaken -un pueblo que, como su nombre indica, está situado entre lagos, el Thun y el Brienz-, es ineludible la ascensión a su famoso pico Jungfrau (la Joven Doncella), al que se accede mediante un trenecito que se diría de juguete, pero que permite admirar las típicas postales suizas desde sus ventanillas de colores. Los Alpes A pesar de que la imagen de Suiza va irremediablemente asociada a la de los Alpes, el Mont-Blanc, la cima más alta, se encuentra fuera de sus fronteras, en territorio francés, y Megève -una pequeña joya incrustada en el centro de los Alpes, en la Saboya francesa- es precisamente el lugar desde donde mejor se mira cara a cara su orgullosa cumbre. Allí se respira un aire tan limpio y transparente que al recién llegado le puede llegar a doler el pecho. Megève es un precioso rincón del mundo que a veces resulta casi irreal: los colores son más profundos e intensos que en cualquier otro lugar, y, en verano, el blanco de la nieve de las montañas contrasta tanto con el verde de los campos, el azul turquesa del cielo y el rojo de los geranios de los balcones, que parece que la ciudad vive dentro de una película en tecnicolor en la que la vida es perfecta porque todo brilla y resplandece, y nada sucede. Situada a una hora en coche del aeropuerto de Ginebra, Megève es, sobre todo, una magnífica estación de esquí. También un refugio de montaña veraniego, justo cuando no hay hielo en las calles, sino en los picachos nevados que se levantan como gigantescas sombras blancas alrededor de las casitas derramadas por el valle. La descubrieron los Rothschild, que, como casi toda la gente que posee desde hace generaciones el gen del dinero, tienen cierto olfato para las cosas hermosas. Ellos inventaron aquí el turismo haut de gamme, aunque no hay que ser multimillonarios para poder visitarla. Este pueblecito presume, además de un entorno de ensueño, de 179 pistas de esquí (31 verdes, 51 azules, 70 rojas y 27 negras), y conoce los secretos más íntimos del arte de vivir bien. Muchas personalidades del mundo se refugian allí de cuando en cuando porque nadie las acosa ni importuna. Parece como si la naturaleza que rodea a Megève impresionara tanto que cualquier ser humano, por importante que sea, no dejara de resultar insignificante frente a los riscos nevados, las desoladas cumbres y el aire claro que la envuelve. A lo largo de 420 kilómetros de pistas de distintos niveles, los amantes de la nieve pueden esquiar bajo el imponente Mont-Blanc y descansar más tarde disfrutando de la rica oferta gastronómica de Megève, que cuenta entre sus cocineros con un puñado de los favoritos de la Guía Michelin. Hasta hace poco, para muchos, Megève era sinónimo de lugar demasiado chic, latino y parisiense (epítetos desdeñosos todos ellos, ciertamente); hoy día, la estación está cambiando esa imagen algo decadente y experimentando una rápida renovación y desarrollo de sus equipamientos: nuevos teleféricos, telesillas, animaciones culturales, cañones de nieve (existen 252 que pueden cubrir una superficie de 85 hectáreas, aunque hace años que su uso no es necesario), señalización de pistas, nuevas pistas, tiendas, restaurantes exquisitos... No sólo los Rothschild y sus hoteles de alto nivel tienen cabida en la nueva Megève: la estación alberga cada vez más a gente de todo el mundo que acude aquí atraída por su dinamismo y su singular oferta de acontecimientos mundanos y, por supuesto, deportivos (esquí de fondo, sky pro, sky cross, big air..., etcétera). Todo ello bajo el silencio ensordecedor del Mont-Blanc, de su efigie magnífica de coloso inmutable.
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  • Recorrido por el país alpino a través de sus ciudades y su naturaleza en estado puro
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  • Suiza, un verano de montañas y lagos
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