PropertyValue
opmopviajero:IPTCMediaType
  • text
opmopviajero:IPTCMimeType
  • text
opmo:account
opmo:content
  • El documental que emiten en el Museo de Faros y Balizas de la isla de Ouessant tiene música para gladiadores. No es para menos. Con esas trompetas se ameniza la epopeya de los que habitaron el faro de La Jument, una torre anclada sobre una solitaria roca a dos kilómetros de tierra firme. Uno de sus moradores reconoce ante la cámara que "cuando hay tempestad, el faro efectivamente se balancea". A continuación y ya desde la parte continental, su mujer desvela la estrategia para tranquilizarse durante las largas ausencias del marido. Consiste en asomarse, noche tras noche, al acantilado y comprobar que "si hay luz, es que sigue vivo". Son historias del pasado, ya que casi todos los faros han quedado despoblados y relegados a la exhibición, también nocturna. Nacieron para emitir luz, hoy también la reciben. Un ejemplo: doce focos se encargan de resaltar, cada noche, el porte del faro de Eckmülh. El GPS (sistema de navegación por satélite) ha jubilado estas viejas antorchas marinas e inutilizado así la orientación por destellos. Aquellas luces que llevaban a buen puerto han quedado a merced del turismo. Y sus guardianes, arrinconados en el desván de los oficios. Balizas rayadas El paraíso megalítico de los bretones no solamente ofrece dólmenes o menhires. Hay otras grandes piedras. La más antigua, la torre del faro de Stiff, erigida en 1699. La historia de esta esquina de Europa, plagada de naufragios, ha obligado a sus habitantes a iluminar un mar de costumbres más que caníbales. De Morbihan a las Côtes d'Armor, de Finistère a las Sept-Îles, todo está iluminado. Y muy bien iluminado. Mar adentro, donde todo es azul por los cuatro costados, se suceden esas balizas rayadas como el abdomen de una abeja con aquellas boyas que imitan la lona de una carpa circense. Son los colores encargados de indicar lo peligroso, el principal adjetivo del lenguaje del mar, frente a los faros, los sustantivos, el lugar. Grupo de tres ocultaciones blancas, rojas y verdes cada doce segundos. La que así se expresa es la linterna del faro de Héaux-de-Bréhat. Para comprobarlo, nada mejor que la deriva noctámbula. Las visitas internas quedan para el día. Se hacen desde 1909, cuando los faros bretones abrieron sus puertas a los curiosos. No a todos. Los carteles de entrada todavía prohíben el paso a borrachos y a perros. La cima queda en exclusiva para seres bípedos y serenos. Sobre todo la escalera de caracol que lleva hasta la cúpula de faros como el de Goulphar. Doscientos cincuenta y seis escalones. Pero hay muchas más cifras. Si se convocaran olimpiadas de faros, Bretaña coparía una gran cantidad de metales. Son torres de hasta 82 metros, hechas de granito a prueba de mil tempestades y capaces de lanzar su luz más allá de los 60 kilómetros en condiciones ideales. Sin duda, buenos aspirantes al más lejos, más alto y más fuerte de todos los semáforos marinos. El faro de Kéréon es conocido como el "Versalles del mar" por su lujoso interior forrado de roble. Otros faros tienen su fuerte en el exterior. Algunos, por compartir piedra con viejas ermitas, como el retirado Les Poulains. Otros, por servir al lado de antiguas fortalezas, como el inexpugnable Le Petit-Minou. Todos ellos habitan en los confines, un terreno frecuentado además por la defensa o la contemplación, otros dos vecinos habituales del abismo. La incertidumbre Un puñado de monjes benedictinos fueron los primeros guardianes del faro de La Pointe Saint-Mathieu, que hoy se erige junto a las ruinas de su abadía del siglo XVI en una inesperada y misteriosa combinación de elementos -el mar, la hierba, el acantilado-. Construcciones más modernas demuestran que los límites terrenales no han perdido todavía su relación con la vigilancia ni con el más allá. Con la incertidumbre, en una palabra. Así, la torre de La Vielle se eleva a modo de almena en plena mar, y el faro de Bodic presenta las maneras de toda una nave nodriza a punto de despegue. Un observador de estos horizontes fue el novelista Gustave Flaubert, quien, encaramado al faro de Brest, hizo sus disquisiciones sobre lo inabarcable: "Por grandes que a nuestros ojos sean los espacios, ¿no están limitados siempre, desde que les conocemos un límite?". También hasta estas torres de luz llegó Álvaro Cunqueiro, conducido por el gaitero bretón Polig Monjarret. El escritor gallego no dejaba de exclamar: "¡Qué carreteras, qué carreteras!". Sin duda. Los confines ponen su precio. Y es alto. Llegar a pie hasta el final del resbaloso y escarpado Pointe du Raz, para poder contemplar el faro de La Vielle, puede costar la vida. En la oficina de turismo lo advierten: "Ha pasado ya varias veces". Los peligros para los fareros sí que son ya agua pasada. No así su inagotable pasión por el mar. Una bretona, Françoise André, lo demostró con creces. Soñaba con trabajar en uno de los faros más alejados de tierra firme: Roches-Douvres. En un oficio dominado por hombres, le pusieron mil trabas durante su formación, pero consiguió el título. Fue entonces cuando le encargaron el control de una torre de aviación civil, tierra adentro. Françoise André soñaba con esa larga soledad, llena de horas muertas. Aquel destino, sin embargo, le supo más bien a destierro.
sioc:created_at
  • 20040828
is opmo:effect of
sioc:has_creator
opmopviajero:language
  • es
opmopviajero:longit
  • 1140
opmopviajero:longitMeasure
  • word
opmopviajero:page
  • 7
opmo:pname
  • http://elviajero.elpais.com/articulo/20040828elpviavje_6/Tes (xsd:anyURI)
dcterms:rightsHolder
  • Diario El País S.L.
opmopviajero:subtitle
  • Un recorrido por los faros de la indómita costa bretona
sioc:title
  • El litoral de los destellos
rdf:type

Metadata

Anon_0  
expand all