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  • Amsterdam oyó el consejo de Newton, quien reprobaba a los hombres que levantaran muchos muros y pocos puentes. Esta ciudad parece haber sido concebida a escala para transitar, para ir de un sitio a otro hasta decidirnos tomar un nuevo destino. En Amsterdam existen medios de transporte (tranvías, 600.000 bicicletas), pero es preferible -las distancias nunca son excesivas, y las vías peatonales son múltiples- caminar. Ir y venir a pie, mirándolo todo. El deseo de andar se impone naturalmente. Todo el mundo aquí lo mira todo y todos se miran, sin embargo, con una admirable discreción. Los locales -y los forasteros se contagian enseguida- conviven con más de 160 nacionalidades. Holanda, aliada del imperio británico en el comercio con los países del Índico, fue colonizadora de Surinam e Indonesia, muchos de cuyos habitantes emigraron con la independencia y prosperaron. Elegir un hotel próximo al Vondelpark proporciona un emplazamiento ideal para emprender cualquier excursión, haciendo luego círculos cada vez más amplios. En torno a la calle Leidsestraat, eje comercial de la urbe y punto de orientación en caso de perderse, hay una gran animación. Esta calle conecta con la gran avenida que lleva a la plaza de Dam, donde se halla el Palacio Real (antiguo Ayuntamiento, construido en el más clásico estilo holandés por Jacov van Campen y convertido en dependencia real en 1808) y las escalinatas de un monumento al pie del cual se puede descansar. Los palacios y edificios oficiales son lúgubres, como inhabitados, fantasmas de otra época. Por el contrario, el respeto por el viandante es absoluto. Los tranvías circulan por las avenidas a escasa velocidad. Van dando tumbos abriéndose paso entre la gente como si fueran mastodontes inofensivos. En Amsterdam, la convivencia ecológica está entendida, esencialmente, como una confraternización cívica de la privacidad, algo raro para un lugar, en el fondo, eminentemente turístico. Dentro del Vondelpark está la Cinemateca, instalada en el Pabellón Blanco, junto a la cafetería Vértigo, asomada a un delicioso lago con arboledas, abierta hasta medianoche. Un lugar perfecto también para comenzar el día. Alrededor del parque hay diversos hoteles que van de precios asequibles a más caros. La zona es silenciosa y se sitúa a dos pasos del casino (apuesta mínima en la ruleta, un euro sábados y domingos; el resto de la semana, cinco), a tres del Paradiso (sala de conciertos de rock y hard) y la caseta Singelgracht, desde donde salen las embarcaciones de visita que desembocan en el Amstel, la más ancha de las vías fluviales que tejen la ciudad. Aparte de los sitios obligados, como el Rijksmuseum -actualmente en obras de ampliación (con Vermeer, que te reconcilia inmediatamente con la humanidad, y Rembrandt, su Ronda de noche y el Jeremías lamentándose)-, el Museo Van Gogh y la zona denominada Roja (perímetro legal donde se exhiben mujeres en vitrinas como maniquíes articulados y adonde se va en familia, como a una excursión más), existen visitas igualmente estimulantes. En la confluencia de las pequeñas calles Staalkade Centrum y Groenburgwal se halla el Banco de los Enamorados. Ese punto es uno de los más bellos y tranquilos de todos los miradores al borde del agua. Desde allí se puede observar la curiosa arquitectura de los célebres inmuebles (diríanse pasteles de madera pintados) y ver pasar plácidamente cualquier tipo de embarcaciones (aunque siempre de reducido tamaño), la mayor parte de ellas particulares. Existen 2.500 casas-barcos amarradas a los dos grandes canales (hay también un museo habitáculo-embarcación). Y en la calle Spuistraat, con su librería referencia, se suceden pubs elegantes, clubes privados y una taberna anarquista, El Vrankryk, abierta a la ilusión de cualquier utopía delirante. Un barrio multicultural Sin embargo, una vez realizados los itinerarios de rigor, es preciso perderse, dejarse llevar intuitivamente, y, por ejemplo, detrás del Museo Van Gogh, atravesar un limpio jardín y algunas suntuosas manzanas residenciales (en todo punto semejantes a las casas londinenses, tranquilas, alineadas, barnizadas con intimidante pulcritud) y adentrarse, sin darte cuenta, por el popular barrio De Pijp. Zona menos frecuentada cuya sencillez merece atención particular. El universo agrícola e industrial del siglo XIX pervive totalmente por la larga calle Albertcuypmarkt y su mercado. Los rostros son semejantes a los de algunos personajes de los cuadros de Brueguel o El Bosco. El gesto mecánico, cansino, resignado de sus habitantes podría haber inspirado a Karl Marx para escribir El capital. Ahí es obligatorio entrar en Koffiehuis, del señor Markt Fred Hamers (en el número 122), cantina local genuina, y tomar una bebida, café, leche o malta. El dépaysement (desterramiento, desorientación etnográfica) es completo. Se retrocede a los años de las minas de carbón, las máquinas de vapor y el olor a correajes de caballería de tiro. Una opción alternativa es compartir mesa y periódico deportivo en el Koffiehuis De Cuyp 99, otra tasca-bar fantástica. La composición multirracial de la población es asombrosa. En la misma acera, arrimadas puerta con puerta, hay una pescadería de talante nórdico, una tienda con especias y productos exóticos (como la Afgan Asian Super Market, donde, nada más rebasar la puerta, estás en Bombay) y cuchitriles donde venden productos heterogéneos. Hay boutiques a la americana, al higienismo nórdico, exiguos supermercados estilo irlandés, belga, finlandés, junto a panaderías con mostradores ordenados como altares religiosos de culto pagano o como la cadena cosméticamente diseñada Coffee Company. En Amsterdam, cada cual afirma su modus vivendi y va a lo suyo sin ningún sentimiento de culpabilidad. La mezcla de religiones, indumentarias e incluso de intensidad en la mirada de los pobladores de la ciudad anuncia de algún modo los 46 museos. Hay para todos los gustos y manías. Desde el de la Marihuana (ingenuo pero didáctico sobre el cannabis y sus derivados) hasta el de los Horrores (Torture Museum, principalmente con instrumentos medievales), pasando por el Marítimo (a la gloria de los audaces navegantes del siglo XVIII), el de Historia (Historisch Museum) o el de Música (Amsterlkring). Mención especial a la célebre Casa de Atrás, donde estuvo escondida la niña Ana Frank con su familia durante dos años hasta ser detenida por la Gestapo y deportada (hasta el 15 de septiembre se pueden aprovechar los últimos días de una exposición inédita con documentos de su infancia y álbum íntimo en el Museo Keizersgracht). Un museo distinto Otro desplazamiento interesante, aunque sólo sea por su extravagancia, es la Heineken Experience. Un inmenso edificio, antigua fábrica, propone un recorrido exhaustivo sobre la famosa cerveza. Se trata de un museo inédito, de nuevo estilo, que asocia hábilmente su pasado tradicional al poder económico y tecnológico. Su organización se apoya en la omnipotencia de la imagen virtual, que intenta sumergir a quien lo ve -forzosamente pasivo- en un mundo de pura ficción. Sobre todo concebido en función de un público joven (20.000 visitantes al mes salen de allí contentos), el dispensario psicodélico Heineken nos revela un curioso modelo de actividad futura. Sala tras sala aprendemos la fabricación artesanal del brebaje espumoso hasta su envase industrial en botes. Con un dispositivo hipermoderno, detallada con la eficacia de una enciclopedia lúdica, vídeo, sonidos y juegos cibernéticos, gustará a aquellos a quienes intrigue el fetichismo de la mercancía como espectáculo. O los automatismos del ocio y su rentabilidad: puro artificio estético. Pero la entrada queda compensada por la nave de cocción y sus impresionantes calderas de cobre reluciente, dos jarras de cerveza gratuitas y un regalo a la salida. Al llegar la noche, algunos puentes se iluminan (hay 1.281) y el ajetreo no disminuye. Pequeños transbordadores proponen cruceros de dos horas y media. "Música suave ameniza el ambiente de la cabina acristalada" dice el prospecto. "Mientras crucemos entre las hermosas residencias, les serviremos cuatro platos acompañados de vino tinto o blanco. La cena terminará con coñac o licor". Mejor quizá sea sentarse en la terracita del café Wagamama (Max Euweplein, 10; 528 77 78), a cualquier hora del día, lugar agradable y de buen gusto para quien desee hacer una pausa y recogerse sin salir del trajín. Desde el borde de su terraza se observa la circulación de la cabalgata de barcas. No obstante, a pesar de la festividad permanente y de la cantidad de cerveza servida por bares y restaurantes, apenas es perceptible agresividad alguna. La gente bebe sin emborracharse. O eso parece. Auténtico misterio. Una patrulla de policía apostada, vigilando la plaza Mayor, confirma el poco trabajo que tienen. "Sólo nos causa problemas la zona Roja, pero raramente", afirma la mujer en uniforme. Por todos los barrios reina, incluso a altas horas de la madrugada, una serenidad palpable en el aire, como si la bronca o pelearse careciese de sentido, comparado con el arsenal de posibilidades para divertirse o elegir un plan nocturno acudiendo al lugar adecuado. El Amsterdam de Jacques Brel (en aquella maravillosa canción homenaje a su puerto) ya no existe. En obras gigantescas (se están abriendo túneles para instalar un metro), el área portuaria sufre una gran metamorfosis. Cerca de la estación central neorrenacentista se puede ir a ver la inmensa pagoda-restaurante chino flotante y, atravesando otro puente, el museo en forma de navío Nemo, laboratorio de ciencias y tecnologías, y que da al gran ensanche marítimo Ossterdok. Desde allí se ve la Torre de las Lloronas (1480), vestigio medieval del lugar desde donde las mujeres despedían a sus marineros embarcados hacia la peligrosa aventura de los mares. Cerca está el templo He Hwa, arteria de la zona china y primer templo budista en el continente. Paradas gastronómicas En el aspecto gastronómico, al margen de los restaurantes clásicos, y caros, con mantel, velas y parafernalia decorativa, el hambre repentina tiene como recurso urgente innumerables servicios rápidos, desde fast-food holandés (croquetas de carne o pastas, empanadas, mortadela, carne seca...) hasta autoservicios de pollo y, sobre todo, una hamburguesería artesanal, al viejo estilo, con taburetes y barra, cuyos bocadillos y tostadas son excelentes: Hot Potato (Leidsestraat, 44; 623 23 01) es simpático (el mobiliario práctico y las fotos de Marilyn Monroe sobre la pared le infunden un aire fuera del tiempo), y cocinan el bocado a la plancha delante del cliente. Para ocasiones más comprometidas, en plan menú completo, el restaurante In de Waag (Nieuwmarkt, 4; 422 77 72), céntrico y luminoso, sirve carnes guisadas y platos copiosos. Más que bonita, Amsterdam es una ciudad, paradójicamente, muestrario de muchas otras, hecha para pensar dónde querrías vivir de verdad. "Un lugar al que le falta coherencia", dijo un joven catalán de visita con dos amigos apostados en una pizzería. "Carece de identidad". Sin embargo, por poco que uno se deje llevar por la diversidad de sus contrastes, volverá fortalecido con algún recuerdo o imagen.
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  • La capital holandesa celebra con nuevas rutas el año de la arquitectura y el diseño
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  • Amsterdam, la ciudad que tiende puentes
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