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  • El general ha vuelto a pasear su bicornio por toda Europa. Esta vez, embutido en la pequeña pantalla y escoltado de edecanes como John Malkovich o Gérard Depardieu. La serie televisiva no ha sido tormenta de verano: el chaparrón mediático incluye películas (Monsieur N., de Antoine de Caunes), exposiciones, apertura de rutas y museos, celebraciones y eventos, toda una parafernalia, en fin, que tiene nombre propio, napoleonmanía, y sitio en la red (www.napoleon.org). El motivo de este ruido de sables: el 2 de diciembre se cumple el bicentenario de la coronación de Napoleón como emperador. Tanta artillería pesada, sin embargo, está teniendo fuera de Francia la misma eficacia que la pólvora mojada. La sombra de Napoleón todavía escuece. Se mira con recelo sus aportes más positivos, que los hubo. Aquel hombre metió mano no sólo en los mapas políticos; también en el código civil, en el comercio, en la ordenación territorial, en el urbanismo, incluso (consciente de ello o no) en la arqueología, la moda y el arte. Pero el hedor de los campos sembrados de cadáveres sigue atravesando el subconsciente colectivo de muchas naciones. Lo que nadie discute es que fue un astro de la historia. El último individuo capaz de invadir las páginas de los manuales, como César o Alejandro Magno. Guste o no, Napoleón fue un genio militar. Había nacido en Córcega, donde se opuso al independentista y popular Paoli, por lo que tuvo que huir a Provenza. Ascendido a general tras echar a los ingleses de Toulon, casó con la rica e influyente Josefina Beauharnais a los 25 años, antes de empezar sus campañas victoriosas por Italia y Egipto. Consagrado emperador por el papa Pío VII en Notre Dame, con 35 años, extiende sus correrías a toda Europa, incluidos Portugal y España. La retirada de Moscú marcó su declive. Derrotado definitivamente en Waterloo, abdica en su hijo y se rinde a los ingleses, que lo destierran a la isla de Santa Elena, donde muere en 1821. Toda Francia celebra la efeméride. Especialmente aquellas ciudades más vinculadas a su figura, como París, que es en buena parte hechura suya (y de su arquitecto Haussman); allí levantó, en honor de sus ejércitos, dos arcos de triunfo, una columna de porte romano (Vendôme) y un hospital (Invalides), donde descansan sus restos desde 1841. Fontainebleau, escenario de varios episodios cruciales, así como las ciudades donde se formó (Autun, Brienne-le-Château, Auxone), disponen de museos napoleónicos. También participan Toulon y las localidades de la ruta triunfal desde Golfe-Juan hasta Lyón, que siguió al regresar del exilio de Elba (www.route-napoleon.com). Naturalmente, donde más empuje cobra esta oleada de napoleonmanía es en su tierra, la isla de Córcega. Los isleños, sin embargo, se muestran remisos y ambivalentes: por un lado, no pueden dejar de admirar a quien todos admiran, al corso universal; pero por otro, secretamente, sienten bastante más simpatía por el ya mencionado Paoli. De todos modos, bienvenidos sean los aniversarios de monsieur N. si con eso afluyen los clientes y se venden recuerdos y chucherías. Los actos oficiales se multiplican en Ajaccio, la capital, que además de una copiosa colección de estatuas públicas, imperiales, posee un museo monográfico en el Ayuntamiento y, por supuesto, la casa familiar, acolchada por un discreto jardín, repleta de retratos, bustos y fetiches. Ajaccio sigue siendo cabeza de puente para la maquinaria oficialista y funcionarial de la metrópoli. Sólo en el mercadillo al aire libre de golosinas locales y sobre todo en el puerto se respira una atmósfera más informal, un cierto vahaje de aventura, de complicidad marina. Las otras ciudades importantes de la isla condensan en sus marinas un ambiente parejo. Córcega es un milagro, un territorio casi virgen para el turismo, por motivos no siempre saludables, entre ellos la presión de un nacionalismo exaltado que no ha dudado en atacar cualquier iniciativa urbanístico-turística venida de fuera. Bastia y St. Florent Ahora que los ánimos parecen más calmados, la estampa de ciudades como Bastia, la segunda más poblada, con su barrio marinero, resulta de una placidez casi empalagosa. Lo mismo ocurre en la cercana St. Florent, que parece una acuarela veneciana. Todavía en el litoral norteño, Calvi se diluye a la sombra de una potente ciudadela, y se postula como patria de Colón. Más al sur, cerca de Porto, la reserva natural de Scandola (catalogada por la Unesco), el golfo de Girolata o los caprichos graníticos de Les Calanches conforman algunos de los paisajes más radiantes y protegidos. No faltan éstos en los entornos de Ajaccio. Las islas Sanguinarias cautivan ya sólo por el nombre, y los menhires y restos de Filitosa reculan los enigmas de la isla varios milenios antes de Cristo. En la punta meridional, Bonifacio es un peñasco bifronte, con un puerto guarecido y protegido por un soberbio bastión, por un lado, y asomadas las casas, por el otro, al mar glauco sobre una repisa volandera, casi irreal, un acantilado lechoso y friable. El interior de Córcega es pura entraña mineral y nemorosa sin apenas carreteras. Corte y Sartène son las poblaciones importantes en ese corazón indómito. Sartène, sobre todo, tal vez sea la ciudad más tópicamente corsa, opaca y secreta en sus umbríos callejones colgados sobre el vacío. Puede que desde un alféizar solitario escape un canto gutural, áspero y dulce a la vez, una de esas cadencias primitivas que han ido rescatando I Muvrini, tres rapsodas venerados como gurús del sentimiento nacionalista. Un zumbido de fondo para recordar, entre tanta celebración imperial, que no todas las contradicciones están aquí resueltas.
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  • La isla natal del emperador celebra el bicentenario de su coronación
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  • Córcega y la napoleonmanía
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