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FLORENCIA, fantástico juego de realidad y reflejo, de sueño y vigilia, de copias y auténticos. Sostengo la foto en la mano, cansada de darle vueltas, y me cuesta distinguir el reflejo de la ciudad en el río Arno de su verdadera imagen, de líneas más definidas.
Paseando por el Puente Viejo, se siente el peso de la historia y las leyendas que se reflejan en las joyas de las orfebrerías o en los ojos de la gente que no sabe dónde mirar. Suenan los instrumentos de los músicos ambulantes y el aire tiene un olor dulce. Florencia puede ser un lugar real o parte de un sueño. Tal vez al volver una esquina encuentre a Miguel Ángel discutiendo con Leonardo da Vinci sobre el equilibrio de la belleza masculina; o asomado a una ventana del Palacio Viejo al mismísimo Nicolás Maquiavelo, absorto en el encanto de la plaza de la Señoría. Los coches de caballos me sobresaltan y parecen escucharse las voces del pasado, que se confunden con el rumor de los turistas. La catedral, por su magnífico colorido, podría ser una casita de chocolate cubierta de golosinas. Junto al museo de los Ufizzi confundo las estatuas con mimos pintados de gris, que reclaman una moneda. Las calles esperan que un ejército de Pinochos haga una ronda de fantasía, capitaneados por el orgulloso Cosme I de Médicis, hasta recogerse en el Palacio Nuevo en ordenada formación. Y vuelvo a perder la mirada en los puentes, en el espejo de Florencia. Al final pienso que da igual colocar la foto del revés en el álbum, con el reflejo arriba, y seguir jugando a esa ambigüedad maravillosa que provocan las obras de arte gigantescas, como esta ciudad de Florencia.
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