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  • Berlín Mitte, estación de Bahnhof Friedrichstrasse, una niña sonríe a su padre mientras mordisquea una manzana roja. Parece que estuviera comiendo este otoño completo y apenas comenzado, tan puro es su placer. El tiempo es aquí regulado y metálico, pero ella tal vez no lo percibe, no todavía. Hay lugares que poseen la rara característica de ser un perfecto resumen, una constatación permanente de un rasgo humano. Este espacio delimitado por el rectángulo que conforman el río, la estación y los teatros del Berliner Ensemble y el Metropoltheater es la prueba física del sorprendente talento del espíritu humano para absorber cantidades enormes de desdicha sin perder la capacidad de salir a flote y rehacerse. Aquí, dividiendo la ciudad, se alzó, un día, el muro. Tal vez la niña lo sepa ya. La historia coloca los objetos y los espacios en el sólo-ahí transparente de la revelación. Tras los cristales de la estación puede verse un pequeño neón en el edificio aledaño que reza: "Tränenpalast" (literalmente, palacio de las lágrimas); es un tímido recordatorio de que este lugar fue espacio de separación, de desvinculación para muchas familias. ¿Sabe acaso esto la niña? ¿Qué idea cruzará por su cabeza al leerlo entonces? ¿Qué idea cruzará por la cabeza del Tränenpalast al ver a la niña que le ignora y está viva, y come el otoño en su manzana roja? Hay siempre algo retenido y cortante en los lugares en los que ha sufrido demasiada gente, algo denso y secretamente adherido a la vida. Su percepción, al igual que el estado de deseo, no puede ser concebida más que bajo el estado de falta, de carencia. ¿Piensa eso el Tränenpalast o se recrea como yo en la belleza de su rostro de niña? No; el amor de la niña por la manzana nada tiene que ver con la historia, la pequeña boca que come una manzana roja y es dichosa es algo que más bien ocurre precisamente contra la historia. El río, que atraviesa la estación bajo un hermoso puente, nos aleja de allí, hasta la entrada mayor del Bahnhof Friedrichstrasse. Yo buscaba un cartel al que se refería Arno Schmidt en una de sus novelas (El corazón de piedra), en la que se narra la historia de dos soldados jóvenes que fueron ahorcados el 23 de abril de 1945 por la Waffen-SS por no haber defendido su lugar tal y como quería Hitler, y, efectivamente, allí lo encontré, en una de la esquinas. "Sigue ahí", me comentó un amigo berlinés, "aunque han tratado de quitarlo varias veces". El cartel dice: "Aquí, un cerdo oficial hizo ahorcar a dos soldados del ejército popular por haberse negado a seguir participando en la locura". Schmidt describe sus figuras como las de dos niños suspendidos en el aire, con los pies obedientemente unidos, mirando a la ciudad. No es difícil imaginarlos allí, recortados por el cielo de Berlín, pero en lugar de pender, ahora ascienden, alejándose, sí, de la locura, como en un cuadro de Chagall, uno por cada lado del río, uno por cada teatro. A un lado, el Metropoltheater, desvencijado como una vieja actriz, cerrado y sin perspectiva de momento de nada que no sea la memoria de la gloria cabaretera berlinesa, se esconde tras las vallas publicitarias. Hay algo de impotente, de frustrante en la figura de este edificio abandonado, como si se tratase de un animal anciano que todavía prueba a saltar. Las puertas, oxidadas, aguardan todavía tristes, como muchachas ajadas por la espera. Por eso el encuentro con el edificio, con la sencilla limitación del edificio, es desalentador, decepcionante. La mágica explosión del Metropoltheater al ser leída en su esplendor y recordada por quienes la vivieron no sobrevive a la tristeza de que aquella inmensidad, aquella risa en momentos en los que era tan difícil reír, aquel empeño del hombre por salvarse en lo cómico, haya acabado reducido a una realidad tan simple, tan vacía de encanto como un edificio abandonado. Las vallas, como tantas otras cosas en Berlín, esconden esa vergüenza. Un pequeño torreón Al otro lado del río, el Berliner Ensemble continúa sus grandes días. Fue éste (y sigue siendo, aunque convertido casi en pieza de museo) el gran teatro de Bertolt Brecht, aquí donde se representaron por primera vez obras como Galileo o Madre Coraje. Desde la estación parece casi pequeño, pero a medida que nos acercamos toma prestancia, se yergue con su pequeño torreón, como un enano gigante. Un amigo nos cuenta que en el pequeño jardín de la entrada conoció Brecht a la preciosa Helene Weigel, quien poco después haría de primera actriz en la primera representación de Madre Coraje, y no mucho más tarde el no menos difícil papel de mujer de Bertolt Brecht en la vida real. En el torreón del Ensemble, el bueno de Brecht no sólo tenía ensayos con sus otras actrices; así que, como escarmiento, Weigel decidió tener también algo más que unas palabras con Jan Süselbeck, el guapo oficial del escenario del Metropoltheater. De vuelta hacia la estación se nos cruza una alemana bellísima, en todo su esplendor rubio e indiferente. ¿Es esta Helene la Helene Weigel que quiere ser actriz y se contonea delante de nosotros para despertarnos? ¿Somos nosotros Bertolt? ¿Somos nosotros el Bertolt que ha terminado una obra y la seguimos casi a escondidas por el margen del río preguntándonos si servirá o no, si presentarnos o no? En la estación, cuando tomamos el tranvía para regresar al hotel, la niña se ha marchado ya, pero hay otras niñas. Otras niñas con otras manzanas rojas junto a sus padres frente al Tränenpalast. Todas miran igual. Con la soberanía implacable de la vida sobre la muerte. Es bueno, tal vez, que sea así. - Andrés Barba (Madrid, 1975) es autor de la novela Ahora tocad música de baile (Anagrama).
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  • El rectángulo entre el río, la estación de Friedrichstrasse y dos teatros
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  • Manzanas rojas en un Berlín claro
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