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  • Cuando se ascienden a pie o en coche los dos kilómetros largos de curvas y revueltas de la carretera que une Roda de Isábena con el resto del mundo, el viajero tiene la sensación de acceder a un lugar especial. Y así lo confirma cuando, una vez alcanzada la cumbre de esta atalaya casi circular que domina el valle del Isábena, se le entrega de lleno toda la atmósfera de un enclave panorámico, aislado y provocativo capaz de atraer a todas las civilizaciones que pasaron por este Prepirineo de Huesca y que aún hoy, mil años después de caer en el olvido, impresiona por su patrimonio arquitectónico. El del Isábena es un valle lateral, casi olvidado entre los pliegues montaraces que anuncian a lo lejos las cimas pirenaicas. Lo cruza una carretera que enlaza Graus con Castarnés a través de pueblos con nombres como Merli, Esdolomada, Riguala o Rin, topónimos judíos, romanos, visigodos que hablan de un pasado boyante como capital del antiguo condado de Ribagorza. Sin embargo, cuando el viajero deja el coche en el aparcamiento en el borde de la colina de Roda de Isábena y se interna a pie por unas calles de guijarros y silencio, restauradas hasta el detalle, sólidas como los balcones de madera que a ellas se asoman, cree entender que aquel poderío permaneció oculto entre sus recovecos sólo para que las bondades de la rehabilitación y esa especie de fiebre de vuelta a lo rural que afecta a los urbanitas lograran rescatar ahora un casco medieval portentoso, apiñado en torno a una de las más hermosas catedrales románicas de Aragón. De cómo los canteros aragoneses y navarros lograron embutir en el reducido espacio del cerro de Roda de Isábena un templo de proporciones basilicales se podría estar hablando largo y tendido. Pero haría despistar el discurso sobre lo que de verdad llama la atención: la magnífica mezcla de estilos que se fueron superponiendo desde que los condes de Ribagorza decidieron levantar aquí una catedral en el lejano 957 para acoger un obispado que aglutinara a los pueblos pirenaicos en su lucha contra los musulmanes establecidos en las llanuras de Huesca y Lérida. Por eso, la visita a la catedral de San Vicente de Roda es como una lección escalonada de historia del arte en el más remoto alto Aragón, desde la cripta visigótico-mozárabe hasta la torre y el atrio dieciochescos, pasando por la nave principal románico-lombarda. Un paseo por la cronología del arte que debe mucho a mosén Leminyana, párroco de Roda desde hace 30 años, personaje vitalista que igual se pone la casulla para cantar misa que el mono de obrero para subirse a los andamios y liderar la restauración de su catedral y de otras muchas ermitas románicas del valle que, de no ser por un coraje personal más allá de las obligaciones de su ministerio, serían ahora un montón de piedras en ruinas. Pacificada la llanura, la sede episcopal y el poder civil se trasladaron a Lérida, y Roda inició un largo declive que tuvo su cénit en 1979, cuando el famoso expoliador de iglesias rurales Erik el Belga, aprovechando la nula protección del templo, sustrajo sus tesoros en tal cantidad que incluso se dejó olvidada en las escaleras una imagen de la Virgen del Estet. Huertas y molinos Desde Roda, la carretera baja a La Puebla de Roda, antigua clavería dependiente de la catedral, junto al río Isábena, donde estaban las huertas y los molinos, que al final, por la lógica de su situación en la llanura y junto a la carretera, terminó por convertirse en cabeza del municipio en detrimento de Roda. Desde allí hay que seguir río arriba hasta Serraduy del Pon, una pequeña aldea con un precioso puente de piedra sobre el Isábena y una iglesita románica que componen una de las fotografías más sugerentes de toda esta ruta prepirenaica. Al fondo, a la izquierda, se eleva amenazante la masa calcárea del Turbón, una montaña aislada de las demás, de proporciones hinchadas, donde la rica mitología pirenaica, capaz de personificar mediante leyendas lo humano y lo divino en lagos, cimas, rocas y bosques, sitúa aquelarres de brujas, grutas sin fondo y gigantes que, al soplar desde su cima, provocan los vientos que barren con frecuencia estos parajes. De la base del Turbón, como buena montaña caliza, fluyen mil surgencias y fuentes, una de las cuales da lugar al balneario de Vilas del Turbón, un trasnochado y melancólico lugar perdido de la mano de Dios en lo alto de la nada, mitad centro termal, mitad aldea montañesa en la que la casa que no está cerrada se ha reconvertido en alojamiento rural. La ruta tiene un final lógico al pie del desfiladero de Obarra, donde el Isábena se estrecha en una garganta de piedra a cuya entrada los condes de Ribagorza hicieron levantar un monasterio que junto a Roda fue eje de la civilización de su pequeño condado. Pegado a los cantiles de piedra y bendecido también por el dinero de las rehabilitaciones, el monasterio visigótico de Obarra permite descubrir mil años después la esencia de un territorio que fue germen del reino de Aragón, fronterizo y muy ligado a Cataluña, donde aún pervive la fabla, un dialecto ribagorzano que bebe de las fuentes del castellano, del catalán y de otras lenguas romances, y que con su rescate del olvido nos recuerda la importancia que estos valles prepirenaicos tuvieron como almacén de la cultura latina durante la ocupación musulmana.
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  • El arte románico vibra en el prepirenaico valle del Isábena, en Huesca
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  • Una catedral en las montañas
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