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  • La primera vez que el escritor José Luis Sampedro acertó a pasar por Alhama de Aragón, y de aquello ha transcurrido ya casi medio siglo, se sintió tan fascinado por el encanto discreto, sereno y casi irreal de este confín en el suroeste zaragozano que decidió adoptarlo como lugar de veraneo para el resto de sus días. Sampedro acaba de ser nombrado hijo adoptivo de esta villa diminuta pero singular, casi estrangulada entre montañas y con poco más de un millar de moradores censados, pero a la que la naturaleza distinguió con excelentes aguas curativas y con el lago termal más grande de la Península. Ya los romanos supieron de los beneficios para el reposo que acumulaba este plácido rincón. Los súbditos del emperador habían hecho de Catalayud uno de sus principales bastiones hispánicos, así que el aprovechamiento de este capricho natural, apenas 28 kilómetros al oeste de la imperial Bílbilis, fue sólo cuestión de tiempo. Pero el nombre actual de la villa se debe, claro, a los árabes, que transformaron el Aquae Bilbilitanorum primigenio en Al Haman: los baños. Cuatro balnearios se reparten hoy por el pueblo. El más popular es Termas Pallarés, que aglutina dos recios edificios decimonónicos, un antiguo casino y la gran joya de la corona, ese lago termal con un perímetro de casi 500 metros y una temperatura constante de 32 grados centígrados. El lago es un familiar hervidero humano durante el veraneo, pero la sensación resulta más impactante a lo largo de los meses de frío. A la orilla bien puede llegarse con la bufanda anudada al cuello, para despojarse luego de todo el vestuario, zambullirse en este insólito estanque templado y comprobar cómo las bandadas de peces, confiados por todo un año de trajín, juguetean con el bañista y le hacen cosquillas en los pies. Horas a cámara lenta Termas Pallarés parece una hospedería de otro tiempo, con techos elevadísimos y aroma de graciosa decadencia, en la que las horas transcurren a cámara lenta y los paseos se prolongan hasta las tantas. Una legión de hombres y mujeres en batín blanco deambula de una a otra estancia. Con los músculos ya bien tonificados, apetece dar un garbeo por el casco urbano de Alhama, un pasillo natural en la ribera izquierda del río Jalón que se recorre con agrado y, por mucho que se acorte el paso, en un suspiro. La vieja carretera general y la antigua vía férrea, en desuso desde la irrupción del AVE Madrid-Lleida, cruzan la población de cabo a rabo y acentúan esa vaga y gozosa impresión de tiempo suspendido. Antes de proceder a la degustación de unas reparadoras migas, conviene echarle un vistazo al diminuto castillo, a la casa de la Inquisición o a la parroquia municipal, consagrada a la Natividad de la Virgen y en cuyas bóvedas perviven huellas de la España mudéjar. Aunque en realidad, y por aquello de acentuar esa recurrente sensación de pertenencia a otra época, quizá merezca aún más la pena un paseo por las escalinatas y jardines semiabandonados del vetusto balneario de Cantarero. Así, con dulce y pecaminosa pereza, transcurren los días en este inesperado retiro aragonés, cuna de maestros zarzueleros (Pablo Luna Carné, el autor de Mussetta) y de una artesanía alfarera que hunde sus raíces en los tiempos en que casi toda Iberia era musulmana. Para mayor regocijo, Alhama de Aragón sirve como cuartel general para expediciones al monasterio de Piedra, que esconde sus caprichos acuáticos y paisajísticos a unos 15 kilómetros de aquí. Pero ésa será ya otra historia.
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  • Aguas curativas y cuatro balnearios en Alhama de Aragón, Zaragoza
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  • A 32 grados en la laguna termal
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