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  • Cork es este año capital cultural europea, orgulloso lugar que progresa a ritmo vertiginoso, como lo hace toda Irlanda. "El tigre celta, el milagro irlandés", lo llaman. Cien mil personas se lanzaron a la calle el 9 de enero para inaugurar su nueva condición; la ciudad entera, dispuesta a demostrar que el pasado es cosa de otro tiempo. Porque el de Cork, el del país entero, durante mucho fue un pobre y triste destino. "Cuánta hambre se ha visto por aquí", está escrito en un pub de la calle Oliver Plunkett. Un río, un puerto, castillos e iglesias; el olor aún a lana y cerveza, el sabor aún a patatas y mantequilla; la música tras las ventanas; una floreciente industria de telecomunicaciones, farmacia y turismo, y el crecimiento urbano, definen lo que es hoy esta capital del sur, una puerta bien abierta al mundo. El adiós de la vieja Irlanda doliente y sola. La de Cork (segunda ciudad de la República de Irlanda, 130.000 habitantes) es la historia de una tierra anegada por un río, el Lee, que a su paso por la ciudad forma una horquilla, serpentea, se abre y se vuelve a juntar luego para derramarse entre islas (Little Island, Fota y Great Island), en un patchwork de sólido y líquido, en una última morada de la que enseguida nació el puerto natural más profundo de Irlanda. Es la historia de sus orillas, que durante años los comerciantes recorrían con sus barcas cargadas de mercancías, de beicon, lana o cristal, para poder acceder a sus establecimientos. La de esos muelles que la vieron arder a manos inglesas, salir adelante una y otra vez, crecer y hasta convertirse en centro mundial de la mantequilla; que asistieron impotentes a la agonía de miles de personas a mitad del siglo XIX, cuando las cosechas de patata no fueron tal y el hambre azotó Irlanda entera; que fueron testigos aún en el XX de la marcha de los mejores brazos, trabajadores que con suerte se iban sólo por un año al norte, al pedazo de la Irlanda rica, cuando otros, los más, seguían los pasos de sus antepasados y partían hacia América para no regresar ya nunca y llorar por su tierra desde la lejanía. Festeros y optimistas Tuvo Cork multitud de arroyos que con el correr del tiempo y la pericia del hombre se convirtieron en calles y son hoy cauce de mucha vida, de masas de peatones y coches. Un ir y venir eterno -puente, escaleras arriba; puente, escaleras abajo- de consumidores entregados, enérgicos, festeros y optimistas que se juntan al calor de los megastores, las tiendas franquiciadas, de libros, lanas, arte y moda. El Lee está protegido al norte, en Shannon, por colinas que parecen un decorado teatral en altura, con la iglesia de St. Anne (y sus relojes en cada cara, que dan la hora a destiempo) e hileras de casas que lucen así mejor sus tejados y fachadas de estilo holandés. "Nos llaman pequeña Venecia, pequeña Amsterdam, pequeña Dublín. Nos llaman de todo", dicen los de turismo. Cork posee mucho de mil sitios porque es producto de sus transeúntes, un lugar que fundaron monjes celtas y guerreros escandinavos; al que los normandos pusieron murallas, e irlandeses, viejos y nuevos ingleses hicieron engordar. En el que atracaron vikingos, piratas, cuáqueros, hugonotes, judíos huidos del este de Europa..., y siempre fue muy católica y muy blanca. Hubo, claro, una iglesia primera, St. Finnbarr, que fue del siglo VIII y es hoy neogótica. Y perduran mercados propios de gran lugar portuario, como los de Coal Quay, con su popurrí de productos, o el English Market, tan victoriano, tan clasista antaño, abastecido con lo más fresco del campo y el mar cercanos. Algunos edificios, en la remozada calle St. Patrick, por ejemplo, tienen mucho aún de administración, almacén y trueque. Otros, aquí relucen y allá languidecen, hablan con su aspecto de los malos tiempos. Tiene Cork monumentos, teatros, museos, parques; una universidad del siglo XIX con 25.000 estudiantes, muchos extranjeros, que se dejan ver a cada rato, a la que también rodea el Lee y convierte así en centro de pensamiento, retozo y pic-nic. Por supuesto, son infinitos los pubs, siempre repletos, que sirven mucha cerveza local, Murphy's y Beamish, e igual cantidad de música en vivo de todo estilo. Y no es todo. Si una ciudad fuera un regalo, que lo es, pasaría con Cork como con esos que se entregan primorosamente envueltos. Que se aprecian doblemente. Lo que la rodea resulta tan apetecible como ella misma. Basta ir a las islas, a Fota, a su zoo al aire libre; a Great Island; a Cobh, puerto de tráfico intenso, "la cueva", por donde hay que pasar si se viene o se va por mar. En sus calles hay placas y esculturas en recuerdo a los que nunca regresaron: los emigrados a EE UU; los del Titanic, desaparecidos en el hielo en 1912; los del Lusitania, bombardeados por los alemanes en 1915. Al noroeste de Cork se encuentran Blarney y su castillo (siglo XIV) de piedra oscura y húmeda; hay mansiones de artistas y ejecutivos mezcladas con viejas granjas. Besar la piedra sagrada de Blarney es aquí actividad turística número uno. Y aunque muchos duden del efecto -ganar en locuacidad-, merecen la pena el paseo por el jardín y el ascenso a las alturas, por la vista. Desde Cork se debe seguir la costa hacia occidente, la que lleva al condado de Kerry y atraviesa Clonakilty, Unionhall, Baltimore o la bahía de Bantry y permite excursiones a las islas Sherkin o Cape Clear, a esa tierra final que es Mizen Head. Toda la zona fue cuna del independentismo y es aún maravilla de la naturaleza, paraíso de los amantes de los deportes náuticos. Un recorrido aún tan virgen a veces que es para morirse literalmente de envidia, aunque muchos ya aquí se temen lo peor con ese desarrollo que prevé para Cork un anillo de 350.000 nuevos habitantes y 62.000 nuevas casas.
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  • La ciudad irlandesa celebra con entusiasmo la capitalidad europea de la cultura
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  • Cork se zambulle en la fiesta
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