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  • Ir a La Haya no tiene ningún sentido si no se ha ido antes a Amsterdam. Las dos ciudades se complementan y dialogan en una relación de extraña simbiosis. Si Rotterdam compite con Amsterdam tratando de ser todo lo moderno, lo vanguardista que la ciudad de los canales se niega a ser, La Haya prefiere ser la ciudad de la paz. La ciudad de los tribunales internacionales, las embajadas y los palacios blancos, las interminables calles de residencias que terminan bruscamente en el mar gris y marrón, y el balneario de Scheveningen, monumento a una cierta melancolía nórdica, resto perdido de escasos y efímeros veranos holandeses. Amsterdam nos quiere dar la impresión de que la tierra no existe. El cielo se refleja en los infinitos canales. Hasta sus estrechas casas comunican esa sensación de estar en un barco sin destino claro, ni capitán a cargo del timón. La Haya, al revés, está plenamente asentada en la tierra. Una laguna cuadrada en el centro de ella, el lago de Holvijver, recuerda que esto es Holanda, el país que le roba tierra al mar. Los jardines antiguos, las residencias bien asentadas en el suelo, todo en La Haya parece descansar en una estabilidad perfecta: una falta absoluta de aventura, una elegancia cuidadosa hecha para que nadie se sienta extranjero. Ésta es la ciudad de los diplomáticos y juristas internacionales, la ciudad de los congresos en los que se inventan jurisprudencias, reglas y acuerdos. Una ciudad en la que se habla en todas las calles un inglés común, y en la que nunca una manifestación o un grito turba el sueño o los razonamientos de sus miles de ciudadanos, ni a esos extraños turistas sin curiosidad ni aparatos de fotos que son los funcionarios internacionales. Limpia y rectilínea De alguna manera, La Haya es una utopía hecha realidad. Un coto de caza en el que la realeza holandesa construyó una ciudad a su imagen y semejanza. Liberal, pero profundamente anclada en tradiciones; discreta, pero suntuosa por dentro; culta, tranquila y profundamente democrática, aunque a ratos demasiado limpia, rectilínea. Agobiante en su amor a las reglas, a las leyes, a los protocolos de una bondad mundial que se sabe, ya a pocos metros de la ciudad, completamente irreal. La Haya esconde detrás de su vistosa neutralidad una nutrida actividad artística. No en vano la ciudad es la sede de las academias de música y baile de Holanda. Sus salas de conciertos están siempre abarrotadas de públicos; sus impecables calles, llenas de anticuarios y galerías de artes. No en vano en el centro mismo de la ciudad está uno de los mejores museos de Holanda, o tal vez del mundo: el Mauritshuis. Siguiendo con los contrastes entre la capital (Amsterdam) y la ciudad real y sede del Gobierno (La Haya), podemos decir que mientras el Rijkmuseum de Amsterdam es un museo absorbente e infinito, un Prado holandés pero aún más agotador, el Mauritshuis de La Haya es sólo la pinacoteca particular de un magnate del siglo XVI convertida en colección real. Pero qué colección. No hay un solo cuadro que no sea esencial en la historia del arte holandés y mundial. Sólo ahí puede uno, como si nada, encontrar La vista de Delft, de Vermeer, en la misma sala que La joven de la perla, del mismo artista. Y ¿en qué otro museo se podrían contemplar tres autorretratos de Rembrandt, más la legendaria Lección de anatomía? Por no decir nada de los grandes hitos de pintores como Van Dyck, Rubens, Frans Hals, Ruisdael, Brueghel. Pero no es sólo la acumulación de grandes lienzos sin pinturas de relleno lo que hace de este museo una experiencia alucinante, sino también el entorno en el que cuelgan estas obras maestras. Un palacio al mismo tiempo amplio, pero familiar, en el que nos sentimos como un invitado. Por la ventana vemos la laguna, los castaños y el resto del barrio enmarcado entre los dos palacios reales. Cerca del Mauritshuis está la pinacoteca de Guillermo V, que ha sido conservada exactamente igual a como este soberano del siglo XVIII la dejó. Con cientos de pequeños cuadros acumulados en sus muros, es difícil distinguirlos, pero da una imagen bastante exacta de cómo se miraba y coleccionaba el arte antes de nuestros fetichistas museos y galerías. Ésa es una La Haya, la que todo funcionario internacional visita alguna vez en la vida, la que sirve de ciudad dormitorio para muchos ciudadanos de Amsterdam (las dos ciudades quedan a media hora de tren). La otra La Haya es el reverso de la primera. Queda al final del viaje del tranvía, cuando éste se cansa de mansiones y bosques domesticados. Ahí, cuando entre las dunas abandonadas suena el mar, comienza otro territorio, el de una melancolía colorida y voluntariosamente alegre, pero que deja una curiosa impresión de nostalgia y tristeza en el visitante. Scheveningen, a comienzos de siglo un balneario de moda al que llegaban veraneantes de todo el mar del Norte, no es hoy algo más que un enorme hotel-casino de comienzos del siglo pasado rehabilitado al gusto de Miami (el hotel Kurhaus), y miles de edificios semihorribles, nuevos pero ya oxidados, con ofertas de sushi o comida malaya. Eso, más complejos de cines, una piscina gigante de agua de mar, pistas de patinajes, puestos de patatas fritas desiertos, una enorme rambla de vidrio con todo tipo de máquinas expendedoras de bebida y chocolate internándose en el mar, y a lo lejos, casuchas de pescadores. La vuelta de las olas La playa en sí es interminable y está casi todo el año vacía. Sobre la arena se mezclan gaviotas y cuervos que devoran restos de plásticos y algas. Las dunas, las rejas, las cabañas de madera y los hierbajos naranja se dejan abrazar por un mar que, imitando perfectamente a la tierra, es pardo, plano, infinito. Da la impresión de que en Scheveningen se juega la venganza del mar sobre los holandeses. Éstos llevan tantos siglos trayéndose tierra de entre las olas, que aquí las olas vuelven a la tierra, pesadas y tristes, pardas y distantes. Amenazantemente cercanas, parecen decirle a la tierra de esos países bajos elevados a la fuerza que volverán para llevarse molinos, cultivos, ciudades. Quizá es por culpa de esta guerra tan cercana, la que los holandeses libran contra los elementos, por lo que La Haya se entrega totalmente al culto de la paz. Finalmente, la guerra está a sus puertas, en su mismo balneario, el mar que reclama la tierra que le robaron. Quizá de todas las reclamaciones y peticiones de justicia que le dan sentido a la ciudad, ésta sea la única que La Haya no está dispuesta a atender.
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  • En la sede del Gobierno holandés se respira estabilidad y cultura
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  • La Haya, amor a las leyes
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