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Aprendieron en su anterior etapa al frente de El Bulli todo aquello que hoy hace grande a Ferran Adrià, el disloque de los sentidos y sentido común para arremangarse si alguien pide un huevo frito. Toni Gerez y Xavier Sagristà reciben de librea a quienes se aventuran por el interior del Alt Empordà en pos de una masía del siglo XVI cuyo nombre resuena en las guías del buen comer y el pacífico dormir: Mas Pau, cerca de Figueres. Aquí inventan cada día el arte de vivir sin rasgarse las vestiduras ni rascar mucho en los bolsillos de sus huéspedes, al menos para los precios que se estilan en la comarca. Una década larga de entrega personal y rigor en el servicio los avalan.
El pedrerío emerge al fondo de un jardín espeso de árboles y arbustos, frente a la piscina y una pequeña zona de recreo para niños. Ensortijado entre enredaderas, un arco de medio punto horada la fachada para descubrir en su interior la zona noble del zaguán receptor; el bar abovedado, con mesas apañadas de unas antiguas máquinas de coser, y los tres comedores. Las habitaciones están ambientadas con cierto empalago colorista y marmóreo después de sucesivas reformas, unas veces rusticanas, otras minimalistas con diseño a cucharones. Salmón en las alcobas y fresa en los cuartos de baño. Pavimentos de mármol rojo y madera listada. Grandes sofás de tela y forja. La ducha, en cabina individual, está pegada a la cama. Una parte de las estancias halla cobijo en la añeja torre de Mas Pau, desde cuyos 25 metros de altura se divisan los cultivos aledaños y el horizonte sereno de Avinyonet. Mayor amplitud ofrecen, sin embargo, las suites alineadas bajo los soportales del edificio anexo con terracitas que incitan a paladear con buen tiempo unos desayunos amenizados por el trino de los pájaros. Mel i mató, yogur artesano, embutidos a discreción y bollería no muy fina, todo servido en mesa.
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