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  • Cómo ir - Chantilly se sitúa a unos 40 kilómetros al norte del centro de París. En coche se llega por la autopista del Norte; en RER (línea D), en 45 minutos desde la estación de Chatellet; en tren, en 30 minutos desde la estación del Norte. Visitas e información - Museo Condé. Château de Chantilly (www.chateaudechantilly.com; 00 33 344 62 62 62). De 10.30 a 18.00. Precio: 4 euros; adolescentes, 3,40, y niños 2,50. Entrada al castillo y parque: 8, 7 y 3,50. - Museo del Caballo (00 33 344 57 40 40; www.musee-vivant-du-cheval.fr). Establos. Demostraciones de doma todos los días, a las 11.30, 15.30 y 17.15 horas. Precio: entre 6,50 y 8,50 euros. - Potager des Princes (00 33 344 57 40 40). Rue de la Faisanderie. 7 euros (gratis, entre semana, de 14.00 a 17.00). - Turismo de Chantilly (00 33 344 67 37 37; www.chantilly-tourisme.com).Los castillos son una lección viviente de mitología. Procuran a quienes los visitan el placer inofensivo de ver encarnados signos de otras épocas, formas imaginarias. Fue en el recinto del castillo de Chantilly donde se rodaron largas secuencias de una película de James Bond (Panorama para matar, 1985) con caballos purasangre, seducciones y carreras como tema de fondo. Anécdota quizá frívola en comparación con la seriedad de un fortín principesco con 7.800 hectáreas de bosques y parques, pero alegórica en cuanto al derecho a soñar, nada más rebasar los pórticos del recinto -ataviados con vaqueros y gafas de sol-, con ser su propietario. El hijo del rey Luis Felipe, Enrique de Orleans, duque d'Aumale (1822-1897), recibió Chantilly en herencia al cumplir los ocho años. Bibliófilo erudito, apasionado y con una inmensa fortuna, logró reunir una vasta colección de libros y pinturas de gran valor. De estilo arquitectónico anacrónico y abigarrado (fue derruido durante la Revolución y reconstruido; su primera piedra fue colocada en el siglo XVI por Jean Bullant, y la última, en el XIX, por Honoré Daumet), el interés del castillo es múltiple. No sólo por su notable colección de cuadros y dibujos, sino por la posibilidad de dar un bucólico paseo por sus parques, visitar el museo ecuestre (incluso asistir, si toca ese día, a una carrera en el hipódromo), o, tras un salto al pueblo, degustar, en algún rústico restaurante, el gratin dauphinois y la famosa crema de Chantilly, deliciosa especialidad del lugar. Las torres del castillo surgen sobre un pequeño montículo rocoso rodeado de agua, y delimitan, como si estuviéramos en un tablero de parchís, vastas extensiones lisas, monocromas, uniformes. Una rampa lleva hasta la entrada de la fortaleza, con puente levadizo. Del otro lado, unas escalinatas descienden a un jardín magnífico de estilo clásico, más allá del cual se extienden los bosques. A la derecha quedan los pabellones, apartamentos donde se alojaba la corte. Los parterres, diseñados por Le Nôtre en el siglo XVII, siguen geometrías rectilíneas, salpicadas por estatuas y maceteros. Invitan a dejar el orden simétrico de las lindes para adentrarse en el misterio de los senderos, en el corazón del bosque laberíntico, concebido como lugar de sosiego. El pic-nic campestre y la caza siempre fueron distracción muy preciada de los reyes. Cada cierta distancia aparecen rincones con bancos, puentes o el pabellón de té. Aunque en Chantilly todo parece organizado para caminatas lúdicas y perezosas, el museo propiamente dicho -el Musée Condé- requiere una atención particular. Aquí se encuentra el célebre manuscrito Las muy bellas horas del duque de Berry, que D'Aumale, coleccionista avisado, compró en 1856 en un convento cerca de Génova. El aristócrata, a lo largo de su vida, fue adquiriendo algunas maravillas. El visitante se encontrará con El juicio final y La resurrección de Lázaro, de Miguel Ángel, y una centena de dibujos de Nicolas Poussin, especialmente Marzo y Venus o La masacre de los inocentes; La calumnia, de Botticelli; José explicando los sueños, de Tiépolo; El caballo de tiro al galope, de Géricault, o el ángel de Ingres y el Autorretrato del viejo Hans Holbein. Sin descontar obras menores de Alberto Durero, Watteau, Leonardo da Vinci y una multitud de dibujos de Pierre Paul Prud'hon, Decamps y Greuze. A su muerte, dos cláusulas del testamento del duque d'Aumale resultaron extravagantes. Prohibió que sus colecciones fueran prestadas, ni salieran de Chantilly bajo condición alguna. Y ningún cuadro debía ser cambiado del lugar donde fue emplazado por él. En 1862, el duque consiguió una rareza para su colección. Compró la Mona Vanna, llamada la Gioconda desnuda, atribuida a Leonardo o a algún pintor de su escuela. Cuadro extraño y terriblemente ambiguo. El rostro de la mujer y la posición de la figura son idénticos a los del cuadro mundialmente conocido (y expuesto en el Louvre), pero la ligera musculación del brazo, los pechos achatados y el torso rígido expresan una ambigüedad inquietante. Esta obra, poco conocida por el público -o deliberadamente escondida-, quizá sugiere el origen de una ya vieja e inextricable polémica entre especialistas y críticos de arte. Algunos han sostenido que el modelo de la célebre Monalisa era un hombre (que Leonardo travistió), acontecimiento arquetípico decisivo cuya interpretación, sin duda escandalosa, explicaría por fin el enigma de su sonrisa. Otro hito del museo es uno de los siete álbumes de Delacroix, realizados por el artista durante su viaje a Marruecos en 1832, y El cardenal Richelieu diciendo misa. Sin embargo, desde un punto de vista estrictamente pictórico, el plato fuerte son dos telas de Rafael, Las tres gracias y la Madona de Orleans. Durante la campaña y las batallas contra Abd el Kader en Argelia, el duque siguió acumulando obras y numerosas piezas orientalistas, antigüedades, estatuas egipcias y orfebrería. También reunió el gabinete Giotto, donde están juntas pinturas italianas y francesas del XV y el XVI. Los suntuosos apartamentos, ornamentados con tapicerías de caza y muebles, pueden visitarse (con guía), al igual que la biblioteca (guarda 13.000 libros y 700 manuscritos), la Sala de Guardia con retratos de Van Dyck, el Gran Gabinete, el Salón de Música o la extravagante habitación con una decoración chinesca de monos. Pasión por los caballos Fue otro inquilino, Luis Enrique de Borbón (1692-1740), quien hizo construir los grandes establos en 1719, según la leyenda porque pensaba que, tras su muerte, se reencarnaría en caballo. Hoy se visita el museo del caballo, templo a la gloria del equino ensillado. El edificio dispone de amplios cobertizos, 31 salas de exposición, cuadras y cúpula central. Todos los días hay demostraciones de doma o espectáculos ecuestres. A unos tres kilómetros del castillo se encuentra el pueblecito de Chantilly -pequeño amasijo de caserones pulcramente mantenidos-, que propone distracciones, recorridos, teatro y restaurantes donde degustar carnes, quesos y buen vino a 12 euros el menú. Aquí también se sitúa el huerto de los Príncipes (Potager des Princes), un jardín con flores (con 80.000 junquillos y 3.000 tulipas en primavera) y animales (palomas raras, distintas razas de pollos, cabras enanas, así como un cerdo llamado Gudule y el burro Serafín, cuya mímica encantará a los pequeños). En verano, un globo Montgolfier, a lo Julio Verne, sube al cielo (atado al suelo con arneses y una cuerda), posibilitando una panorámica vertiginosa. Los jardines y colecciones de Chantilly trazan no sólo el destino personal de un noble enamorado del arte, sino una historia iconográfica de Francia. En este vasto dominio se pueden unir sensualidad, recreación y cultura.
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  • Un museo hípico y la 'Gioconda desnuda' en el palacio cercano a París
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  • James Bond y Ronaldo en Chantilly
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